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Galicia / EL GARABATO DEL TORREÓN

Galicia, geología y teogonía

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El nacionalismo, escribió Ernest Gellner, inventa naciones donde no las hay. Pero no es ese apóstrofe del filósofo francés lo que más nos interesa de su exploración política, sino la conclusión de que la nación atrae sacralización.

Día 24/07/2011

Galicia es un espacio mental localizado entre el mausoleo de Castelao y los percebes de O Roncudo. Se trata de una coordenada inestable. En medio hay loza de Sargadelos, música de gaita, versos de Rosalía, intelectuales macerados en aguardiente, leyendas épicas, rabos de pulpo y arzobispos compostelanos. Los gallegos dedicamos todos los 25 de julio a transitar por ese territorio imaginario, habitado por un variopinto muestrario de espectros ensabanados. Con independencia de creencias e ideologías, las autoridades competentes suelen participar en este aquelarre asistiendo a una solemne fantasmagoría en la catedral de Santiago, donde los huesos del Apóstol esperan la confirmación del carbono-14 o una performance similar a la que recientemente concluyó con la apoteosis de la volatilización del Códice Calixtino.

Haciendo salvedad de ciertas atrocidades económicas, España es un país respetado en todo el mundo, de modo que los mitos que conforman sus raíces vienen explicados en el Espasa y están garantizados por toda la escuela historiográfica de don Modesto Lafuente. Pero Galicia es un territorio insignificante, plagado de ambigüedad y desconcierto, con los límites difuminados en las nieblas miñotas. El único vislumbre con trazos nítidos es el vocerío de algunos nacionalistas, incapaces de aceptar nuestra modesta posición en el catálogo internacional, y siempre dispuestos a hacer del 25 de julio una enorme pira en la que arrojar a quien se atreva a tomar de coña su curiosa simbiosis entre el orgullo racial, las relumbrantes dalmáticas de los canónigos y la arrogancia del gaitero de Penalta.

El nacionalismo, escribió Ernest Gellner, inventa naciones donde no las hay. Pero no es ese apóstrofe del filósofo francés lo que más nos interesa de su exploración política, sino la conclusión de que la nación atrae sacralización. Quizá sea por eso por lo que nos estremece la honda emoción de algunas letanías. Y sin duda es así cómo se explica que los inventores de cualquier nación siempre refuercen su invención secularizando para ella símbolos sagrados. No cabe aspiración más sublime en un líder nacionalista que la de predicar a los fieles desde el ambón del Evangelio o en la elevada jerarquía del púlpito.

El declive del BNG, estrepitosamente manifestado en los resultados del 22-M, podría mudar en triunfo resonante si sus más conspicuos conductores fuesen extraídos no de entre los agonizantes criaderos juveniles (pálidos y aquietados remedos de aquella ERGA que sacrificó el esfuerzo académico a la alquimia de la pólvora) sino de entre los doctrinarios de las dos espadas o de entre los teóricos de la disciplina como brida del pensamiento o de entre los canonistas de reconocida solvencia. Sería, por otra parte, la deriva más congruente con una escolástica nutrida en los cuarteles de la Guardia Civil y en los seminarios diocesanos, semilleros gloriosos de los caudillos patrios. Todos los 25 de julio me hago estas reflexiones. Sin poder evitarlo.

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