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ECCE FIDES HISPANIAE

JUAN MANUEL DE PRADA

El éxito de la Jornada Mundial de la Juventud se puede medir con dos criterios: uno, más superficial o «periodístico», destaca la afluencia multitudinaria a sus actos y la espectacularidad de su «puesta en escena»; el otro, más reposado o «teológico», repara en detalles que pasan inadvertidos a simple vista: la rehabilitación paulatina del latín en la liturgia, el restablecimiento del sacramento de la Penitencia en el corazón de la vida cristiana, la adoración eucarística como alimento primordial de la fe, la restauración de la vida consagrada, el diálogo franco de la fe con la cultura y la ciencia. El pontificado de Benedicto XVI se ha distinguido, desde su comienzo, por prestar siempre una especialísima atención a estas cuestiones, en la convicción de que la fe católica sólo mantendrá su sempiterna novedad si mantiene su originalidad distintiva; y «originalidad», no hace falta decirlo, viene de lealtad a los «orígenes», no de sumisión lacayuna a las modas.

D Si tuviera que elegir, entre los muchos actos celebrados en Madrid estos días, uno que exprese nítidamente la originalidad distintiva del catolicismo español –y que permita, a la vez, aunar los dos criterios por los que se mide el éxito de esta Jornada Mundial de la Juventud—, me quedaría sin dudarlo con el solemne Vía Crucis que ayer se organizaba en el Paseo de Recoletos. En esos catorce pasos que representaban los misterios o estaciones de la Pasión se resumen las señas ancestrales —la originalidad distintiva— de la identidad católica española, transmitida de generación en generación por las cofradías que encargaron tan bellas imágenes, por los artistas sublimes que las tallaron, por el pueblo devoto que las ha venerado sin descanso durante siglos, en la penumbra recoleta de una capilla o a la luz exultante de una plaza abarrotada de gente. En esos catorce pasos del Via Crucis se resumía la fe española puesta en pie, como un acantilado inexpugnable, rindiendo homenaje a Quien

sojuzgó la muerte.

Acaso sea la imaginería religiosa la expresión artística más vigorosa del genio español. En esas tallas de Francisco Salzillo, Gregorio Fernández o Ramón Álvarez, en el escoplo de tantos artistas anónimos que dieron rostro y forma a la fe están la gravedad honda, el desgarro tremendista, la conmovida ternura de todo un pueblo que besa las llagas de Cristo en el pretorio, que lo ayuda en su ascenso al Calvario, que se funde en su agonía y muerte de cruz, que lo unge con ungüentos en el sepulcro, que acompaña en su llanto a esa Madre que acaba de quedarse «huérfana de hijo», a la espera del domingo glorioso. Y ese genio español que florece cada Semana Santa, nacido de la entraña popular más profunda y vibrante, volvió a pasearse ayer por Madrid, más vivo que nunca, para asombro del mundo, en una catequesis de elocuencia sobrecogedora.

No podemos dejar de hacer una mención especial al Cristo de la Buena Muerte de Málaga, escoltado por bravos legionarios españoles, allá en la alta noche madrileña, incendiada de emociones y de fervor. Ver al Crucificado exaltado por los más heroicos soldados de nuestro Ejército, que en su itinerario de regreso entonaban con voz recia el himno de la Legión, es un símbolo imborrable del triunfo de la España real sobre los azuzadores del odio y la impiedad, sobre los corifeos del laicismo y la desmemoria histórica. Un triunfo, en fin, de la vida sobre la muerte: «Si algún día Dios te llama, / para mí un puesto reclama, / que a buscarte pronto iré». Ecce fides Hispaniae.

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