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De Chenel y oro al cielo de Madrid

«¡A hombros con el maestro!», gritaron. Y los toreros se lo llevaron por la Puerta Grande en un adiós multitudinario

ROSARIO PÉREZ

El cielo se había vestido de un cárdeno luctuoso. Llovía, como en aquellas faenas de gloria en las que Antoñete embrujó con su toreo inmortal. No importó. Un ejército de chenelistas se arremolinó en los aledaños de Las Ventas: figuras, maletillas, picadores, banderilleros, mozos de espadas, areneros, acomodadores, empresarios, ganaderos, presidentes, nobles y plebeyos. Bajo el aguacero, una hilera de paraguas llegaba desde el Metro hasta la puerta «9», el umbral que conducía a la capilla ardiente en honor de un mito que fue santo y seña de esta plaza, su casa. En la sala Alcalá yacían los restos mortales de Antonio Chenel, en la caja de madera que nunca le hubiese gustado estrenar, enfundado en un terno de terciopelo verde botella, con la camisa blanca, como ese rostro que se confundía con su cabello níveo.

A su izquierda —su mano bendita—, el vestido malva y oro añejo con el que se despidió de Madrid. A sus pies, un capote de paseo marfil con la imagen de la Virgen de la Paloma, el mismo con el que un día bautizó al niño heredero de su porte: Marco Antonio, de doce años. «Cada vez que reces, tu padre estará contigo», le dijo el capellán Goñi en un momento de emotividad mayúscula. Los ojos del barbilampiño se humedecieron, como los de su viuda, Karina. No hubo mirada que no se nublara. Y fueron miles...

Una marea humana desfiló delante del féretro para rendirle un último homenaje con palabras que manaban del corazón: «¡Monstruo, olé tu pureza!», exclamaron. Y un aficionado se arrancó con una saeta «al más grande y mejor artista, que ya estará junto a su adorado Manolete». Antoñete habita ya al lado de su ídolo. Pero ayer la leyenda era él: «Mientras haya un matador que siga sus pasos, su toreo vivirá en el presente y en el futuro», escribieron en el libro en el que sus devotos rubricaban su admiración.

De la huella indeleble que grabó en la Historia de la Tauromaquia hablaron todos su compañeros. Palomo Linares resumió su obra en los ruedos y en la calle: «Si como torero no había otro igual, como ser humano era extraordinario. Es un referente».

D El planeta del toro al completo lo ratificó, como Curro Vázquez, que acompañó a su amigo desde que se descerrajaron las puertas venteñas a las nueve y media de la mañana. O Julio Aparicio, su padrino de alternativa, quien no pudo esconder sus lágrimas mientras rememoraba aquella estampa de Antoñete con el capote liado, la montera calada, el mechón blanco y el pitillo negro entre los labios. O su ahijado César Rincón, quien conserva las esencias de esas distancias a veces olvidadas. Y una «cuadrilla» interminable de ayer y hoy: Enrique Ponce, Cayetano, Emilio Muñoz, Victoriano Valencia, El Soro, Jaime Ostos, Aparicio hijo, Abellán, Juan Mora, Ferrera, los Campuzano, Curro Díaz, Fandiño, Caballero, Puerto, Martín Recio, Montoliú, El Jaro, El Boni; los ganaderos Fernando Domecq, Felipe Lafita, Adolfo Martín, José Luis Lozano; artistas y amigos como Díaz Yanes, Jaime Urrutia, José María Cano, Remedín Gago, Ramón García, Cristina Tárrega, Charo López, con quien cuentan que vivió un

romance apasionado... Manolo Molés y el equipo de Canal +, la familia con la que compartió micrófonos. Y su familia de sangre: sus siete hijos y sus siete nietos, rotos de dolor entre un aluvión de coronas de flores. Desde su Real Madrid del alma enviaron la primera.

«¡Torero, torero!»

D Incluso en sus horas entre el cloroformo, preguntaba por su equipo blanco. Y por los toros. Porque Antonio Chenel Albadalejo, con los huesos de cristal y los pulmones ennegrecidos por una vida al son de vaharadas, soñó hasta el último suspiro el toreo. Nunca abandonó sus confidencias con «Romerito», el imponente murube que Capea le regaló y al que su voz ronca templó. Murmuraban sus cercanos que tal vez Antoñete fue un minotauro, mitad toro, mitad hombre. En toro decía que le gustaría reencarnarse. Pero ayer la afición despedía a un torero, auténtica religión. «¡Al cielo con él!», exclamó el pueblo entre gritos de «¡torero, torero!» y una estruendosa ovación. Y el manto grisáceo se despejó y se vistió de Chenel y oro, como si ni una nube quisiera obstaculizar su viaje al paraíso de la torería pura. No hubo vuelta al ruedo por los preparativos del concierto de Coldplay, pero las figuras se lo llevaron a hombros en procesión entre las sombras de «Atrevido» y «Danzarín».

En olor de multitudes, la Puerta Grande se rendía por última vez ante un maestro de maestros, con burladero preferente ya en el Edén.

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