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Más allá del caso Odyssey

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«España no puede ser víctima de su propia victoria. No podemos volver a dejar nuestro patrimonio sumergido en manos de la Providencia, el mar y los tribunales norteamericanos. Así hemos estado, y el resultado conjunto no es bueno en términos científicos ni de protección»

Día 30/11/2011

EN pocos países el pasado necesita tanto tiempo. Sin duda existe un tipo de pasado, específicamente español, con el que demostramos tener una relación muy compleja: aquí es donde la memoria histórica se regula por ley, donde somos mucho más inconformistas con el pasado que con el presente, hasta el punto de que nuestra incapacidad de adaptación a la propia historia ha llegado a generar una disciplina única y original en universidades extranjeras, denominada hispanismo.

Recientemente, una sentencia en el circuito de apelación en EE.UU. vino a otorgar a nuestro país la responsabilidad sobre el pecio de un naufragio, el de la fragata «Mercedes», que no hemos buscado, al menos fuera de los tribunales, cuyas circunstancias se mantenían en buena medida inéditas y que acogía en silencio el último hogar de mas de doscientos héroes, españoles de dos hemisferios, europeos y americanos, que nadie recordaba. Es obvio que el éxito siempre pone en evidencia.

La clave de la sentencia del Tribunal de Atlanta se encuentra en que reconoce inmunidad soberana a los restos arqueológicos de un buque hundido, la misma que le correspondería a un barco de guerra en activo. En virtud de la naturaleza de buque de Estado, ese yacimiento es territorio español. En 2007 la empresa Odyssey Marine Exploration había desplazado desde Gibraltar al menos 17 toneladas extraídas en ese origen arqueológico localizado en aguas del Atlántico. Aprovechaba el tradicional margen de legalidad que la industria cazatesoros goza en Norteamérica y el imprescindible y habitual olvido de la legalidad internacional por parte de Gibraltar, incluida su propia Merchant Shipping Act, que habría obligado a sus autoridades a intervenir los restos arqueológicos expoliados nada más llegar a puerto, al menos hasta aclarar su titularidad. El principio de estabilidad del Estrecho es absolutamente incompatible con otorgar aguas jurisdiccionales, o ajenas a toda jurisdicción, a grupos políticos oportunistas que viven de desestabilizar las relaciones de dos países amigos y aliados. Su influencia alcanzó al entonces embajador del Reino Unido, que no dudaba en amenazar a las autoridades españolas en favor de la ambición de Odyssey.

El tribunal americano ha rechazado, por falta de jurisdicción, la acción in rem de Odyssey y confirmado la inmunidad soberana del yacimiento arqueológico, y por tanto los restos deberán ser devueltos a España. Es un gran logro, incluso para quienes vemos postergado el valor arqueológico y científico en esta discusión, un valor atribuible a toda la Humanidad y del que somos especialmente responsables los españoles e hispanos. Aunque la argumentación sobre la propiedad de la carga sea un sacrificium intelectus, es también un paso importante que invita a la paciencia, y en absoluto a la desesperación, en la lucha final contra la industria internacional del expolio.

Esta tesis refuerza finalmente que el buque sea considerado patrimonio histórico español; le otorga una protección especial, en virtud de la titularidad estatal subsistente, e incluso representa una posible vía de escape competencial a la demostrada inoperatividad arqueológica de las administraciones autonómicas, salvando puntuales excepciones. De esta forma se añaden a las características de inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad de los bienes pertenecientes al dominio público arqueológico las de inmunidad soberana y propiedad Estatal.

La consecuencia natural de la doctrina española, asumida por el tribunal norteamericano, va a permitir una implicación mucho mayor de nuestra jurisdicción en la protección de este tipo de patrimonio. Dado que los crímenes y delitos cometidos en alta mar sobre un buque de guerra pueden ser juzgados por nuestras autoridades (según el art. 23 de la LOPJ y la Convención del Derecho del Mar, que prevé que la jurisdicción para los buques de Estado sea la del pabellón del buque), resulta obvio que le son aplicables a los restos naufragados de la fragata «Mercedes», o cualquier otro pecio con similar estatus. Por tanto, existe competencia sobre la posible responsabilidad criminal de los cazatesoros que destrozan un yacimiento con independencia de dónde se encuentre.

Sin embargo, la industria de la explotación del legado histórico sumergido sigue viva. Objeto de un efectivo apartheidcultural, el patrimonio sumergido hispánico ha llegado a ser en Estados Unidos una explotación primaria más y las autoridades no han exigido una mínima contrapartida científica real a quienes excavan comercialmente un pecio. La actividad de los cazatesoros constituye un verdadero crimen cultural contemporáneo, y tolerarla es consentir una agresión eficiente y generalizada a una identidad a la que, de partida, se le niega un valor cultural intrínseco.

Aunque nos parezca incomprensible, en el segundo país en número de hispanohablantes, donde el hispanismo ha dado muchos de sus mejores frutos, se ha permitido perpetrar uno de los atentados culturales consumados más graves que ha podido producir una sociedad desarrollada. La culpa no es solo del ecosistema favorable que goza esta industria, ubicada y protegida en EE.UU. La piratería del siglo XVI y XVII fue un fenómeno, en parte, intrínsecamente español, nacido de las complejidades y contradicciones de su propio sistema, de la misma manera que el binomio de la industria cazatesoros con nuestro patrimonio histórico sumergido sería imposible sin relaciones que se retroalimentan. Tal vez sean recuerdos de una misma memoria. En el caso de Odyssey, desde el trabajo, sin trabas, en archivos españoles, a años de actividad impune cerca de nuestras costas, o una inaudita capacidad de interlocución con las máximas instancias oficiales que nunca habría conseguido una empresa española.

Cabe añadir que el sector accede, sin obstáculos oficiales, a los mercados internacionales de antigüedades donde venden el «botín». Esto tiene que cambiar, y Norteamérica ofrece sobrados argumentos legales y valores científicos para que nuestros representantes diplomáticos puedan sostener y obtener apoyos académicos y políticos a favor de la protección de ese patrimonio.

España no puede ser víctima de su propia victoria: no debemos volver a dejar nuestro patrimonio sumergido en manos de la Providencia, el mar y los tribunales norteamericanos. Así hemos estado, y el resultado conjunto no es bueno en términos científicos ni de protección. El monopolio político de la arqueología en España no es sostenible e impide un deber colectivo: el conocimiento científico del legado de nuestras generaciones pasadas. Hay que contar con la sociedad civil, la Armada y la comunidad académica, en términos que nada tienen que ver con lo visto hasta hoy. Ni se ha hecho ni se ha dejado hacer, impidiendo que una gran industria cultural del conocimiento nazca y crezca de manera natural y para beneficio de todos y de ese legado.

Finalmente, nunca deberá olvidarse el peso que ha tenido, para que este caso naciera y llegara hasta el final, la intervención de la prensa libre española, especialmente el diario ABC, que forzó a una contundente reacción del Estado y aun mantuvo el debate abierto en la opinión pública internacional, dando voz a los jóvenes arqueólogos españoles primero y la comunidad científica internacional frente a esta industria, que contó a su vez con muchos medios de comunicación. Su misión continúa: la última piedra no está puesta con esta sentencia. La discusión no puede detenerse, tiene que tener una más amplia consecuencia: como sostenía Merleau-Ponty, la buena dialéctica carece de síntesis, ese es el secreto de las sociedades libres y abiertas.

JOSÉ MARÍA LANCHO

ABOGADO

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