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reportaje

«Antes compraba a lo grande, ahora salgo del súper con lo imprescindible»

La pobreza no para de crecer. En Andalucía 697.000 hogares están en quiebra y expulsados del Estado del bienestar. ABC convive doce horas con una familia arruinada por la crisis

«Antes compraba a lo grande, ahora salgo del súper con lo imprescindible» juan josé úbeda

antonio r, vega

En la casa de Juanma y Rosa el dinero se cuenta céntimo a céntimo. Es como armar un rompecabezas. Si pagan la comunidad, dejan a deber el teléfono. Si abonan el recibo de la luz, no pueden coger el coche. Si el banco carga a su cuenta la letra de la hipoteca, no comen. La exigua contabilidad doméstica es un sufrimiento diario. Ante esta dolorosa disyuntiva, la mujer de la casa, empleada doméstica y único sostén económico más o menos estable en la familia Blanco, lo tiene muy claro: «Mi prioridad es la hipoteca. Yo en la calle no me quiero ver».

Para su marido, de 52 años, albañil y pintor en paro, atrapado por el derrumbe de la construcción, tanto le da que sea un lluvioso viernes de noviembre que un lunes cualquiera bajo el sol de septiembre. En el exilio laboral el almanaque es inútil. Los días se suceden con una rutina cansina sin más horizonte que la cola del paro, una red asistencial que a duras penas puede frenar la caída y una malla familiar llena de goteras. De gozar de cierto desahogo económico «pero tampoco para echar cohetes», los Blanco han pasado a reducir sus necesidades al mínimo para mantenerse a flote.

El matrimonio vive bajo el mismo techo con sus dos hijos universitarios en uno de los pisos «amarillos» de las Tres Mil Viviendas en Sevilla. «Dicen que vivo en un barrio marginal, eso me machaca mucho. No me considero marginal. Son muchas las familias aquí que intentan que sus hijos tengan un futuro», suelta Rosa García en un tono de lamento desesperado. Las Tres Mil es la última frontera de la fractura del bienestar. En pocos sitios se percibe con una crudeza tan implacable la nueva fisonomía de la pobreza que sacude a 2,1 millones de andaluces. Cada vez son más: la cuarta parte de la población. Este periodista comparte con ellos doce horas de privaciones. Los Blanco abren a ABC las puertas de su intimidad para poner rostro a las frías cifras que ofrece el estudio de la Fundación Foessa presentado el pasado martes por Cáritas regional.

El viernes amanece con brumas y lluvia en el Polígono Sur. Pero la liturgia no cambia. El rompecabezas de siempre. «Esta mañana no teníamos dinero y rebuscando por la casa nos hemos encontrado veintitantos euros para hacer la compra», se sincera Juanma.

La «losa» de la hipoteca

El ocio forzoso no le impide cumplir sus obligaciones familiares. Madruga para llevar a su mujer a una casa donde se gana la vida tres días a la semana haciendo la comida y fregando suelos. Se saca 350 euros como empleada de hogar, un aporte vital aunque insuficiente para cubrir «la losa» de la hipoteca: 469 euros al mes. Durante dos años estuvo cobrando 426 euros de la Renta Activa de Inserción. Hasta que agotó todos los sistemas de ayuda. «Gracias a los 300 euros que nos ha prestado mi hija hemos podido pagar este mes parte de la hipoteca», se lamenta Rosa. Después de 25 años en su expediente laboral no hay un solo tachón, un día de absentismo. Hasta que la máquina mandó parar. En octubre se vio forzada a descansar debido a un esguince de rodilla que la mortifica, pero todavía le duele más el roto que el parón ha dejado en su cuenta.

Su marido tampoco es de los que pasan los lunes al sol ahogando sus penas en un bar. «Te vuelves un poco abúlico, pero entonces pienso en mi familia, en mi madre, que es una luchadora; hay gente que está mucho peor», se consuela. Juanma es un tipo autodidacta en constante formación. Un «buscavidas». «No se me caen los anillos por hacer cualquier cosa», apunta. Sus hermanos mayores se casaron muy jóvenes y le forzaron a hacer un máster acelerado en supervivencia. «Me levanto y lo primero que hago es buscar trabajo en internet. Hago algún “chapú”. Me están empujando a la economía sumergida. Con 52 años desistí de echar currículos porque luego van al cesto de la basura», se enoja.

Terapia contra la crisis

Su cabeza está llena de números que no cuadran, pero también de proyectos para «sacar del hoyo» al barrio donde reside desde que tiene uso de razón. Es portavoz de la Asociación Verdes del Sur, que impulsa huertos sociales para autoconsumo de los vecinos y hace meses pidió ayuda a La Caixa para montar uno en el Parque Guadaíra, el «pulmón» del distrito.

Juanma apura las mañanas sembrando en un terreno antes baldío del Centro de Educación Permanente Polígono Sur, uno de los pocos motores que funcionan y no se resignan al reverso tenebroso de la miseria. Como Cáritas, el Banco de Alimentos y otras tantas ONG admirables, allí no presumen de solidaridad sino que la practican. Tanto que la Unesco ha premiado su labor de alfabetización con adultos al borde de la exclusión. Juanma es fijo en sus talleres. «Este huerto nos sirve de terapia», reflexiona mientras hunde la azada en la tierra mojada.

Su vida no siempre ha sido de «ir tirando». Antes de que explotara la burbuja inmobiliaria, «ganaba hasta 150 euros diarios aplicando monocapas de pintura para Sandokán en la urbanización de Torrequebrada, en Benalmádena. Nos pagaban por el metro de obra. Entonces en metí en la hipoteca; también hice una reforma en el piso». Llevaba hasta 3.000 euros a casa. Ahora suspira cuando lo recuerda. A mediodía recoge a su mujer y después ponen rumbo a casa para almorzar.

Su vivienda delata un pasado más próspero. Las marcas blancas dominan la despensa. Si antes llenaban el carrito, ahora se conforman con la cesta del súper. «Antes compraba a lo grande, ahora salgo con lo imprescindible», aclara. Los martes Rosa acude a un comedor solidario en el centro cívico bautizado con el simbólico nombre de El Esqueleto, que se surte con productos donados por el Banco de Alimentos. «Ese día, con el tupper, me ahorro la comida», relata. Para muchas de sus compañeras en los fogones, constituye el único plato caliente del día. Rosa, por fortuna, no sufre una situación tan desesperada: «De comer aún no nos falta. Lo mío no es nada. Hay criaturas que no tienen ni para el pan», clama mientras apura su plato de carne con patatas. «Yo no quiero Cáritas, quiero un trabajo digno. Me daría mucha vergüenza pedir», confiesa. Al fondo, el telediario bombardea con nuevas tramas de corrupción. «¿Podemos? No es muy creíble pero en algo hay que creer. Cuando veo tanta corrupción pienso que se están quedando con nosotros», se indigna su esposo.

Hoy es un día de fiesta en la casa de los Blanco. Noemí, la hija de 26 años, se ha estrenado como educadora social en un nuevo empleo. Por las tardes saca tiempo para limpiar una tienda de animales. Su hijo veinteañero estudia Psicología. «Sacó matrícula de honor en el instituto», proclama su madre esbozando una amplia sonrisa. A las siete de la tarde, los Blanco recogen a la madre de Rosa, dependiente con 87 años, que acude a un centro de día. «Si me la traigo a casa, no trabajo. No puedo permítirmelo. ¿A ver qué hago?», se encoge de hombros Rosa.

Cae la noche en el Polígono Sur. Bajo la débil luz de otoño, los bloques amarillos se tiñen de un gris verdoso. El triste color de la crisis.

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