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el norte del sur

'Pa' qué te metes

Rafael Aguilar

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Una mañana de finales de agosto de hace veinte años, cuando se cumplían cincuenta y cinco de la muerte de Manolete, uno de los aficionados incondicionales que asistían al homenaje al torero en el cementerio de la Salud, leyó un discurso en el que insistía en que el Monstruo de Santa Marina, el barrio en el que ahora hay un joven novillero que está despuntando, tuvo la valentía de pisar los terrenos de la muerte, y que con eso revolucionó la historia de la lidia. El hombre, ante la tumba de Manuel Rodríguez, añadió que el matador contemporáneo que más se le parecía, o el único que lo hacía, era José Tomás.

Escribo con dos libros encima de la mesa. Uno es 'Biografía de un sinvivir', de Fernando González Viñas y publicado por Almuzara en 2011. Otro, el 'Diccionario de toreros' del Cossío que heredé de mi tío carnal que me llevó por primera vez a la plaza de Ciudad Jardín siendo un niño de menos de diez años. Leo en el primero de ellos: «Manolete fue el primer samurái de la tauromaquia. (...) Los demás toreros tenían asumido que él era el César y no quisieron más guerra; el público también asumió que era su César, y Manolete aceptaba su homenaje, y fiel a su compromiso de cada tarde, los conservaba en su gracia».

El autor rescata a continuación un fragmento de una Tercera de ABC de 1943 firmada por Federico García Sanchiz, que dice así: «Su impasibilidad oculta un fuego inextinguible. Traslada a la lidia lo que el Greco puso en la pintura, con sus azules, con sus amarillos, con sus blancos y sus grises de plata, que contrastaban con la clásica paleta española, ardiente en sus ocres, sus rojos y sus grises de oro».

Y dice el segundo libro en su larga reseña: «Y no es dudoso que un carácter como el de nuestro torero, limpio y duro como el acero, sea parte esencial en el estilo de todos sus actos vitales, y en los del toreo como uno más». Esa manera de estar en el mundo sigue siendo una metáfora de Córdoba. Y eso trasciende lo que Manolete significó en los ruedos. Ahí están el grupo escultórico de la plaza del Conde de Priego, a dos pasos de La Lagunilla, o el cuadro inmenso de la taberna del Pisto de San Miguel. Es difícil encontrar en esta ciudad un mito que haya pervivido con tanta fuerza a lo largo de estos tres cuartos de siglo y que defina tan bien a la gente que, quizás, sólo lo admiró cuando ya no estaba.

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