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PASAR EL RATO

España menguante

No sabemos si lo que quede de España estará interesado en que lo gobierne lo que quede de Sánchez

Pedro Sánchez, durante un encuentro con militantes socialistas Óscar del Pozo
José Javier Amorós

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La cualidad política que más valora uno en Pedro Sánchez es su mediocridad intelectual. Gracias a ella está destinado a gobernar durante muchos años lo que quede de España. Hábil y maniobrero, sí es, pero eso no lo convierte en un pensador. Con la falta que le hace a España un pensador, después de tantos años de gorgoritos legislativos. No hay que confundir la obsesión con la reflexión, aunque se frunza el ceño de manera parecida en ambos casos. Le pasa como a Pablo Iglesias, que es una vulgaridad bien comercializada.

El pueblo soberano nunca ha sido soberano de su destino, y las democracias modernas se construyen sobre esa ficción moral. En su versión actualizada, el pueblo soberano pide para votar productos políticos ligeros, que no le compliquen la digestión. Lo que al pueblo le gusta de verdad es obedecer y echar la siesta. Para compensar, se desahoga sin consecuencias en las redes de cazar pajarillos bobos. Tuit, tuit, tuit, pitas, pitas, pitas. Tiene uno escrito —porque uno ya lo tiene escrito todo y no le queda sino repetirse— que hay en España más jefes que indios. Mandan más de los que obedecen. Si el presidente del Gobierno sigue nombrando cargos inmediatamente inferiores, quedaremos menos pueblo que militantes tiene el PP.

A un hombre de las capacidades de Sánchez, España le viene grande. Y eso explica que se empeñe en encogerla hasta que se adapte a su tamaño político, que no parece mucho, por ahora. Pero un gigante al que se le cortan las piernas no se convierte en un enano. Sigue siendo un gigante al que se le han cortado las piernas. Si metemos de sisa por la republiqueta y subimos el dobladillo por el país de las nueces, el jefe cree que le sentará bien el traje. Pero no es culpa del traje, sino del maniquí. Sánchez creciente, España menguante. No sabemos si lo que quede de España estará interesado en que lo gobierne lo que quede de Sánchez.

Las cosas que hace Sánchez, las cosas que dice Sánchez, las decisiones que toma y eso que únicamente sus incondicionales más embobados llamarían las ideas de Sánchez, tienen poco que ver con el arte venerable del gobierno de los pueblos. A Sánchez nada más le interesa Sánchez. Y Sánchez tiene muy poco interés para los demás. Pero tiene el poder. Convocar elecciones sería lo lógico. «Y como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica». El poder destaca los defectos, más que las cualidades. Es casi imposible que Sánchez no tenga cualidades. Pero sólo las conoceremos cuando vuelva a la calle. En un memorial sobre su actividad diplomática, dedicado a su amigo Adolphe Thiers, que presidió la República Francesa, aquel cínico sublime y amoral que fue el señor de Talleyrand inventa el que llamó «mal de Necker», por el ministro de Hacienda de Luis XVI, a quien despreciaba. Aplicado a los gobernantes de su tiempo, significa que «eran incapaces de adivinar las consecuencias de sus actos». Al registrador también le pasaba lo mismo.

Si Sánchez hubiera leído a Stendhal, en vez de perder el tiempo en no estudiar el máster del IESE, sabría expresar lo que experimenta un hombre intelectualmente refinado después de la ocupación abrupta de la Moncloa: «Qué maravillosa sensación. Lástima que no sea pecado». Pero tiene el ingenio espeso y chilindrinero de los dirigentes de Podemos. Es solemne y aburrido como un independentista. No nos lo podremos quitar de encima.

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