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CRÓNICAS DE PEGOLAND

El olor de la calleja

Deberían oler a macetas, a tierra fresca, a cocido. Pero huelen a meados de tanto marrano como anda suelto

Calle Ronquillo Briceño, antes del Viento, junto a la iglesia de Santiago de Córdoba Valerio Merino
Rafael Ruiz

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Por el Festival de las Callejas que monta el notario Manuel Ramos Gil , me entero, que nunca es tarde, que aquella en la que moro recibe su nombre del primer laico varón de Córdoba. El hombre cometió el agravio de ir a trabajar el día de la Virgen de la Fuensanta pese a las advertencias recibidas de sus compañeros de tareas. La copatrona debe de tener mal café porque intercedió para que el desobediente sufriese lo que hoy llamamos un accidente laboral. Varios días anduvo el incrédulo con la mano pegada al arado hasta que, reconociendo la intercesión mariana, no tuvo otra que pedir sentidas disculpas y hacer propósito de laica enmienda.

Por el festival, me entero también de que, allá por el siglo XV, vivía en el barrio mi paisano Antón de Montoro , el mejor escriba que ha dado la localidad por encima incluso de Terrín Benavides , que es el vate que nunca será reconocido por los modernos de Agredano en Cosmopoética. Antón era conocido por ser ropavejero, escritor con mala leche y converso a mucha honra. En la calleja que se ve desde mi ventana, compuso letrillas mandando al guano al poder y brindando por las ollas de tocino que se había tenido que comer.

La calleja -como las medianeras- es la chispa de la vida del urbanismo tradicional cordobés. La vida en una se convierte, se quiera o no, en colectiva. La tortilla de patatas de una vecina, que le ha salido buenísima, es un poco la de todos. El desamor del que reside al lado es el corazón roto de toda la calle. La conversación de la joven es la cita en el Góngora de cuantos la escuchan. La calleja estrecha las distancias y aporta información relevante de todos cuantos por allí pasan gracias a un sistema de inteligencia que ni el KGB y el Mossad juntos.

La calleja, sin embargo, es maltratada. Muchos cordobeses celebran la existencia de ese abrigo protector dejando huellas de su ADN. Es decir, dejando sus aguas menores y mayores: el fruto de su vientre en general. Tanto hay que celebrar las callejas como recordar a los que se dedican a mancillarlas con sus restos o los de sus perritos. Parece que algunos tienen en esos requiebros que da la ciudad el escenario idóneo de sus alivios, el sitio de su recreo, la sombra correcta para dar por saco. Si encima tienen cerca un local nocturno o llega mayo, parece que la gente, en su casa, nunca mea. Siempre hay un lugar recóndito y exótico para dejar constancia de lo bien que orina el personal cuando cree que nadie mira.

Las callejas de Córdoba deberían oler a macetas, a tierra fresca, a cocido. Pero a lo que huelen es a meados. Porque siempre hay un guarro con urgencia, una nena que no llega, uno que se ha tomado más cubalibres de la cuenta. Y resulta que allí, en esos lugares de cal y salamanquesas, de fresco y sombras, vive gente que está hasta las narices de tener que salir de casa con carita de asco por tanto marrano como anda suelto.

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