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REPORTAJE

La prostitución en los pisos de Córdoba contada por sus protagonistas

«Me metí en esto por casualidad y ahora no sé cómo salir ni si quiero salir», afirma una de las entrevistadas por ABC

Una mujer, sobre una cama en una habitación ARCHIVO

RAFAEL A. AGUILAR

ELLA cuenta su historia en el tiempo que tarda en consumirse su cigarrillo sentada en un velador de la plaza de Jerónimo Páez. «Yo llegué a esto de casualidad, sin quererlo ni buscarlo: y ahora no sé muy bien cómo salir ni tampoco sé muy bien si quiero salir...», explica M. al prender su primera ración de nicotina matinal para que le ayude a olvidar, quizás, las penurias de su forma de ganarse la vida y sobre la que la Fiscalía de Córdoba acaba de advertir en un informe de que se trata de una actividad en alza en pisos de la capital. La ficha de esta mujer aún joven es la siguiente: a un par de años de alcanzar la treintena estudia un grado intermedio en la universidad desde hace un lustro largo, cuando se trasladó a Córdoba desde su localidad natal de la campiña.

«Me metí en esto sin darle mucha importancia y cuando te das cuenta estás metida hasta el fondo»

M.

«Entonces tenía novio, el típico chaval de tu barrio que te pide salir cuando estás en el instituto. Me liaba con él en el pueblo, como hacíamos todos. ¿Enamorada? No, no creo. Un ligue era. Si no tenías novio eras invisible. Me vine a Córdoba a estudiar en la universidad. Ahí cambió mi vida: como tenía poco dinero para el alquiler busqué habitaciones baratas y encontré una céntrica que la ofrecía una mujer quince años mayor que yo y que estaba tirada si la comparabas con las otras que vi», relata esta joven. Ella comprendió pronto el porqué de la rebaja. «¿Me ves cara de tonta? Pues no, no lo soy. Así que noté cosas raritas desde el principio: mi casera entraba y salía a horas raras, a veces no volvía en toda la noche y se me pasaban dos o tres días sin verla, cambiaba de pareja como quien cambia del Nobel al Fortuna. Hasta que ella misma me explicó a qué se dedicaba. ‘Si no te gusta vivir conmigo con lo que eso significa, ya sabes dónde está la puerta’, me dijo».

Hombres limpios y educados

M. se ajusta las gafas de sol anchas con las que protege en parte su identidad, igual que hace con la renuncia a dar más datos de su nombre de pila que vayan más allá de la primera letra, y agacha la cabeza levemente. «Qué quieres que te cuente... Supongo que todo se resume en que me pasé a su bando, en que me metí en su negocio, primero sin darle mucha importancia y con la idea de hacerlo de vez en cuando y con clientes que ella me recomendaba porque eran limpios y educados, y es verdad que lo eran, y con eso me sacaba un dinero y podía vivir sin depender del dinero que me pasaban mis padres, que era poco... Y cuando te das cuenta estás metida hasta las trancas», completa esta mujer.

La piel de M. es doctora en el genero humano. Y en hombres en concreto. «Aquí ves de todo: cosas que a veces de asquean y otras que te ponen los pelos de punta. Pero al final eres una profesional: cumples con tu función, das placer, das cariño, escuchas, consuelas, dejas que fantaseen contigo y nada más... y nada menos. Porque en el móvil hay mensajes de dos clientes más esperando para lo que queda del día», se sincera ella, con el pitillo quemándole ya entre los dedos. «Mira, tengo un cliente fijo que viene cada dos semanas o tres: un hombre del montón, padre de familia, un tío de ley, que sisa de aquí de allí de la economía de su casa hasta que consigue los sesenta euros que le cobro por un completo. Cuando tiene la pasta me llama y se viene a mi cuarto flechado. Me dice que me quiere más que a su mujer, por la que se casó por amor me asegura, porque le doy más cariño y soy más comprensiva, más generosa. Me deja el dinero en la mesilla y se va llorando. Como no vas a poner mi nombre en el periódico, ni se te ocurra, te digo que a mí se me rompe el corazón y me dan ganas de no cobrarle...».

«A los lloricas que vienen en plan 'Pretty Woman' los mando al psicólogo: no somos amiguitas del alma»

Una prostituta del casco histórico

Más pragmática es La Calabresa, el apodo que elige para este reportaje una veterana en esto de satisfacer los deseos carnales ajenos. Cordobesa con un pie en los cincuenta, ella viene de vuelta en todo lo que tiene que ver con la prostitución. «Al principio tuve un jefe, un corredor de chicas que me traía clientes de toda la provincia y a veces a algún extranjero con ganas de acabar la visita a la ciudad con fuegos artificiales, pero terminé montándomelo por mi cuenta: en mis bajos mando yo, como dijo el otro», resume en la puerta de una concurrida casa de citas muy cerca de la Ribera. «A los lloricas que llegan en busca de cariñitos y de cuentos de ‘Pretty Woman’ los mando al psicólogo, aquí se viene a darle leña al mono, que nosotras somos profesionales del sexo, no amiguitas del alma, ¿me estás entendiendo?», completa sin mirar siquiera a su interlocutor.

La pierna de una prostituta ARCHIVO

Si La Calabresa es perro viejo en el oficio, V. acaba de desembarcar en él. De nacionalidad rumana y con apenas veinticinco años, acepta relatar su historia a través del otro lado del hilo telefónico y con la condición de que su nombre quede oculto. «Somos tres chicas con casa en las afueras, en una finca en el campo. A veces nos mueven, los jefes traen a unas nuevas y a otras las cambian de sitio. Dicen que así funciona mejor el mercado, que los clientes se animan», detalla ella, que llegó a España por las referencias de una amiga.

M., la chica de menos de treinta años de la campiña que entró en el negocio de las pasiones carnales a tanto la hora por la influencia de su casera, aplasta su cigarrillo en el empedrado de la plaza de Jerónimo Páez y se despide con un gesto seco: «A veces no haces con tu vida lo que debes ni lo que quieres sino lo que puedes. Es triste verme como me veo pero yo no lo elegí. Puedes estar seguro».

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