Cuando el cielo cayó sobre Málaga: 33 años de las inundaciones de 1989
Los malagueños aún recuerdan cómo la ciudad se cubrió de negro antes de que el agua provocara uno de los capítulos más dramáticos de su historia reciente

Han pasado 33 años. Ya son varias las generaciones de malagueños que no lo vivieron en primera persona porque ni siquiera habían nacido. Pero pocos han escapado al relato de padres, abuelos e incluso hermanos mayores de aquella mañana fatídica del 14 de noviembre de ... 1989, cuando el cielo ennegreció y fue el presagio de lo que estaba por llegar: una cadena de inundaciones que dejaría ocho fallecidos en la provincia y una ciudad devastada.
Era mediodía, pero parecía noche cerrada. La oscuridad se apoderó de la ciudad hasta el punto de tener que encender el alumbrado público. El día ya amaneció gris, triste. Había llovido y las calles, algo nada propio en Málaga, estaban más vacías de lo habitual. Aun así, nadie alcanzaba a imaginar que esa desagradable jornada otoñal quedaría para siempre grabada en la memoria de todos.
Cuando el reloj marcó la una de la tarde, una manta de agua empezó a caer sobre la capital. La lluvia era tan densa que apenas se alcanzaba a ver más de unos metros. En los pisos y oficinas, las ventanas ya no daban a la calle o al edificio de enfrente. Todo era blanco, frío. Y la violencia con la que el agua golpeaba sobre los tejados, las aceras y la chapa de los coches provocaba un pellizco en el estómago.

En poco más de una hora el cielo descargó 160 litros por metro cuadrado sobre Málaga. Lo nunca visto. Aunque aquello solo fue el prólogo de la tragedia, porque después del agua llegó el hielo y las bolas de granizo cubrieron barrios enteros. Palas, cubos carretillas…En la capital de la Costa del Sol, las casas bajas de La Trinidad y el Perchel norte nunca se parecieron más a una de esas aldeas pirenaicas que se quedan aisladas cada temporal de invierno. Y aquello no había hecho más que empezar.
Las precipitaciones de los días anteriores ya habían afectado al cauce del río Guadalhorce, hasta que no pudo más. Aquella tarde se desbordó y otros ríos y arroyos de la capital y sus alrededores empezaron a caer como fichas de dominó. Lodo, cañas, piedras y todo lo que el agua encontraba a su paso llevaron al límite los cauces en Campanillas y El Palo y la ciudad empezó a ver cómo se anegaban aceras y calles. Los contenedores flotaban como barcas y ya era difícil caminar porque el nivel llegaba hasta las rodillas.
La zona oeste de la ciudad fue la que salió peor parada y la angustia se apoderó de los cientos de trabajadores que aquella mañana habían acudido a las naves industriales de polígonos como el Guadalhorce o Santa Teresa, que quedaron aisladas en medio de inmensas balsas por las que los coches iban de un lado a otro o quedaban atrapados en los remolinos que provocaban las corrientes.

Cerca de un millar de personas quedaron incomunicadas hasta la madrugada en la factoría de Fujitsu o en la antigua fábrica textil de Intelhorce por unas riadas que obligaron a cortar el tráfico aéreo de la capital. No había vuelta atrás, el agua fue ganando terreno y en pocos minutos grandes arterias como la Carretera de Cádiz o la avenida Europa y barrios como Las Delicias, la Luz y la Paz parecían Venecia a punto de irse a pique.
Los malagueños a los que pilló en la calle no sabían a qué agarrarse para salir de aquella pesadilla y trataban de avanzar sin perder equilibrio con las piernas congeladas por el efecto del granizo. En San Andrés los vecinos no despegaban la mirada de las vías del tren, que por aquel entonces discurrían en superficie junto a las viviendas y habían quedado ocultas por el agua. Su fuerza acabó reventando el muro de los antiguos supermercados Diplo y anegando los almacenes y muelles de carga.
A solo unos metros, la Empresa Malagueña de Transportes (EMT) tuvo que improvisar unos tubos de escape que salvaran el agua para poder sacar los autobuses municipales de las cocheras, donde desembocó todo lo que llegaba por el arroyo situado junto al antiguo cementerio de San Rafael.
Caos es la única palabra que puede definir lo que se vivió aquel día, que más de tres décadas después siempre sale a relucir en cualquier conversación informal cuando hay un día de lluvia en la ciudad más fuerte de lo habitual. Era martes y en los colegios estaban a punto de acabar las clases cuando empezó a llover. Salir a la calle era una temeridad, así que profesores y alumnos permanecieron en los centros.



En algunos no se pudo evitar que el agua inundara patios y aulas de la primera planta mientras el personal se refugiaba con los niños en los pisos más altos. Ya era de noche, cuando pudieron regresar a casa. El nivel había bajado, pero en colegios como el de Guadalmar, las escuelas del Ave María o Los Guindos, tuvieron que intervenir todoterrenos y lanchas de los servicios de emergencia.
Al entonces alcalde de la ciudad, el socialista Pedro Aparicio, las trágicas inundaciones le pillaron en Tokio, a donde había viajado con el presidente de la Junta, Rodríguez de la Borbolla, para promocionar el futuro Parque Tecnológico de Andalucía (PTA). Se enteró por una llamada de un concejal de Granada y ambos emprendieron el viaje de vuelta. Aun habiendo pasado lo peor, llegó a una ciudad destruida que tardaría en recuperarse. En una entrevista concedida al diario Sur, el regidor confeso que las inundaciones del 89 figuraban entre «los peores momentos» de su etapa al frente del Consistorio.
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