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entrevista al torero

Manuel Benítez «El Cordobés»: «Yo solo quería vivir»

Ésta es la historia de un chavalillo huérfano que se hizo torero para escapar del hambre. Aquí lo tienen. Un hombre que salió de la nada y se metió al mundo en el bolsillo

Manuel Benítez «El Cordobés»: «Yo solo quería vivir» VALERIO MERINO / vídeo: víctor molino

aris moreno

Un día en las Bahamas se le acercó Julio Iglesias, el otro gran icono mundial de la España feliz de los sesenta, y le dijo: «Sólo te envidio en una cosa». Cualquiera podría pensar que lo que el divo multimillonario anhelaba de Manuel Benítez «El Cordobés» era su inigualable destreza torera, o su agreste naturalidad personal o, quizás, alguno de los siete aviones privados que llegó a tener en sus años de apoteosis. Pero no. Lo que Julio Iglesias envidiaba era que el huracán de Palma del Río había sido portada de «Life», la mítica revista estadounidense, y el popularísimo cantante madrileño no. Y no una vez: sino tres.

Manuel Benítez acaba de recordar la anécdota, entre risotadas y aspavientos, en el salón de su casa instantes después de dar por concluida una entrevista de poco más de una hora de duración. No es fácil sentar al quinto califa del toreo frente a una grabadora. El Cordobés es remiso a la prensa. A nosotros nos ha costado más de cuatro años arrancarle un compromiso a través de un hombre de su confianza. Incluso así nunca se sabe hasta el último minuto qué puede ocurrir con este genio imprevisible. De hecho, ya en la puerta de su céntrica casa de Córdoba una mujer del servicio nos dice por el porterillo automático que Manuel Benítez no está. Horror. Son ya las 12 en punto y, cuando parecíamos acariciar la entrevista cuatro años después, el diestro ha salido de casa con destino desconocido.

Nos tememos lo peor. Apenas cinco minutos pasados el mediodía, aparece por el portal con una bolsa de deporte al hombro y unos espléndidos 77 años. Manuel Benítez Pérez (Palma del Río, Córdoba, 1936) nos invita amablemente a subir a su vivienda. «Aquí me tienen para lo que ustedes quieran», nos dice al fotógrafo y a los dos periodistas que lo vamos a entrevistar. Es un hombre risueño y afectuoso, a quien la descomunal fama que lo acompaña desde hace décadas no ha alterado un ápice de su naturalidad. Ni de su fuerza. Nada más sentarse, ya nos da un titular apoteósico: «La edad no existe». Lo dice un hombre que acaba de echarse a los ruedos para una corrida benéfica al borde de los ochenta. «Es la persona y la mente las que tienen que estar preparadas. Si uno se sienta en el sofá a ver la tele, el cuerpo se pierde. Somos como una planta. Necesitamos sabia. Que el corazón bombee la sangre y vaya regando». Ahí lo tienen. La sabiduría popular resumida en un hombre que se ha hecho a sí mismo.

—¿Y quién es Manuel Benítez «El Cordobés»?

—Un chavalillo que nació en Palma del Río, huérfano de padre y madre, y que empezó por este mundo rebuscando patatas, naranjas y maíz.

La de El Cordobés es una biografía cruda. Muy cruda. La radiografía de una España en blanco y negro que empezaba a levantarse de una historia trágica. «Un día crucé el vado de un río, donde estaba la ganadería de don Félix Moreno. Subí un barranquito y cuando me di cuenta había un toro a cien metros. Salí corriendo y me subí a una alambrada. «¿Esto qué es?», me dije. Y desde lo alto, le hice así (hace un gesto con la mano). El toro se asustó y salió corriendo. Me tiré y le dije: «¡Je! ¡Je!». No había visto un toro en mi vida. Si viene para mí todavía estoy montado en el alambre».

—Usted tuvo una infancia dura.

—Muy difícil.

—¿Qué se aprende del hambre?

—Yo he pasado de «tó». Se aprende a ser una persona fuerte y dura. He estado en la cárcel cuando era un chavalillo con la Ley de Vagos y Maleantes. Sin abogados ni nada. La ropita que llevaba te la quitaban y te daban un pantalón podrido y lleno de grasa. Me metieron porque quería ser torero y en las noches de luna me metía en las ganaderías de Palma del Río.

—Fue torero por necesidad.

—Yo no sabía para donde tirar. Qué más me daba tirarme a un río que ser torero. Para dónde iba yo sin padre, sin madre, sin nada.

—Creía que el toro lo sacaría de pobre.

—El toro era una cosa tan grande para mí que no puedo catalogarlo. Se pasa tanto cuando uno está tan lejos de la realidad... En la cárcel me querían violar. Estaba con los que habían matado. Allí todos amontonados. La comida eran garbanzos huecos con los bichos por lo alto.

—¿Y del éxito qué se aprende?

—Pues, de verdad, yo soy una persona buena, modesta y honrada. Del éxito se aprende a ser persona y a escapar de una vida de lucha.

—No le ha cambiado.

—No. Sigo con mis batallas, mi familia, mis campos y mis negocios. Muy feliz.

—Usted ha dicho: «Uno tiene que saber para qué viene al mundo». ¿Ya lo sabe?

—Lo que sé es que Dios a algunos les da con la varita; a mí me ha cogido en brazos.

—Se siente un hombre afortunado.

—Sí, sí. Sobre todo en la salud y en las cosas del espíritu.

—¿Cuál es la filosofía de Manuel Benítez?

—La del trabajo, el cariño a la familia y al público, al que le debo tanto.

—¿Más «cornás» da el hambre?

—Las «cornás» de los toros se sienten pero están los médicos. El hambre no se siente. El hambre te «relía» y estás dando volteretas y no eres capaz de salir de ahí. Es muy fuerte. Muy fuerte.

—¿Pensaba que iba a convertirse en un trozo de la historia de España?

—Qué va. Ni todavía me lo creo.

—¿Qué pensaba de niño?

—Cuando andaba por los cercados, pensaba que quería ser torero. El cabo de la Guardia Civil que estaba en Palma del Río me daba palizas. Qué malo era. Pero no me acobardé. Seguí para adelante. Y luego me fui a Madrid.

—¿A qué?

—No podía vivir en el pueblo. El cabo me tenía aburrido. Cualquier cosa que ocurría ya venían en busca mía.

—Era usted muy travieso.

—No. Era capaz de defenderme en la vida. Cuando iba de noche a los cerrados por la luna, los vaqueros no me podían poner la mano encima. Me agachaba, cogía una piedra y se la tiraba. Toreaba las vacas viejas. ¿Qué iba a torear? Venían los caballistas y si me cogían me llevaban al cabo y venga palizas. Antes de que me cogieran me defendía. Las piedras volaban.

Un día se montó en el mercancías y se fue a Madrid en busca de su hermana. Se subió sin billete, como es natural. Y en mitad del interminable viaje, se acercó al maquinista, le enseñó la tarjeta de visita de su hermana y le preguntó que dónde diablos estaban. «Esto es Aranjuez», le respondió. El maquinista llamó al teléfono de su hermana y fueron a recogerlo. En Madrid encontró trabajo como albañil en Legazpi. Fue poco más tarde cuando se tiró de espontáneo en las Ventas. Toreaban Marcos de Celis, Pablo Lozano y un tercer matador que no logra identificar. «Me cogió en el siete. Vino la policía y me quedé colgado hasta que me tiré al suelo de la plaza. Entonces vino el toro, me cogió contra las tablas y me sacó pegándome «cornás». Me dejó el traje hecho polvo. Ahí están las fotos. Estuve tres días en el hospital, hasta que llegó la policía y me dijo: «Ea, vamos». ¿Dónde vamos? «¿Cómo que dónde vamos? A Carabanchel».

—Por lo visto, eso no lo intimidó.

—No. Yo «palante».

Y así fue. Luis Losa lo colocó en una corrida de Pinto con un novillo medio bravo. «Yo iba con un traje de luces alquilado muy viejo y lleno de agujeros. El pitón me cogió por aquí», dice señalándose alrededor del costado. En Talavera, semanas después, no mejoró la cosa. «Estuve fatal. Entonces, le dije: «Mire usted, don Luis, no me ponga más. No valgo para torero». Pero siguió. Y en una capea en Elche, recibió una nueva cornada en la ingle. «Yo no sé si me gustaban los toros o era un medio de vida», reflexiona recostado sobre un elegante sofá blanco.

—Usted ha sido un superviviente.

—Exactamente. Yo lo que quería era vivir y ver si por ahí sacaba la cabeza.

—Quería vivir y ha vivido mucho.

—Sí. Una vez se acercó una gitana y me dijo: «Rubillo, párate. Si me das una “peligrosa”, que eran las pericas antiguas de cobre, te echo una buenaventura». Y me dice: «Niño, tú vas a volar mucho». ¿Yo? Como no me caiga desde el andamio. «Vas a conquistar mucho mundo y a ganar mucho dinero». Me quedé asombrado. Y aquí estoy.

Su primer sueldo como torero lo logró precisamente en Palma: 12.500 pesetas. Poco después, en Los Tejares, en Córdoba, firmó una corrida por 80.000, que ya era mucho dinero en esos tiempos. «Cuando venía de Palma, le dije a mi hermana: o te visto de luto o te compro una casa. Y le compré una casa».

—De usted se ha dicho que es un genio, un revolucionario. ¿Qué revolución es la suya?

—No sé. Cuando yo empecé el toro estaba muy bajo y lo llevé a un punto muy alto. Empecé a andar, andar y andar y no he tenido baches hasta ahora.

—¿Qué cambió usted?

—Venían los trabajadores de los campos y todo el mundo. Había espectáculo. A veces toreaba mejor y otras peor. Y salía volando, sin ropa, con los trajes hechos polvo. Y decían: «A ver si lo matan ya».

—Su mujer ha dicho de usted: «Es un hombre muy profundo». Pues no lo parece.

—Hombre, no sé por qué camino vamos (risas). Soy muy luchador y me gusta hablar claro. El que quiere lo coge y el que no lo deja.

—De todos los adjetivos sobre usted, ¿cuál es el que no le hace justicia?

—Cuando decían que no sabía torear. Bueno, vale, no sé torear, pero si el público venía sería por algo. Yo no salgo a la plaza anunciando galletas o zapatos. Salgo con un traje de luces.

—¿Le dio vértigo el éxito?

—Me dio mucha alegría. Y dinero (risas).

—Usted ha ganado mucho dinero.

—Sí he ganado. También he repartido mucho. Aquí hemos ganado todos.

—También dijo su mujer: «Con un mito se puede vivir con mucho amor y mucha paciencia». ¿Hay que tener mucha con usted?

—Tenga usted en cuenta que las personas que destacamos, que no sabemos por qué llegamos tan alto, a veces tenemos rarezas también.

—¿Y cuáles son sus rarezas?

—Ninguna. Lo que diga mi mujer (risas).

—¿Un ídolo como usted tiene ídolos?

—Mire, le voy a decir una cosa: el Papa anterior tenía que ir en un coche blindado y el Papa Francisco va en un «cuatro latas». Es mi ídolo. Ha demostrado que va con el corazón abierto. Y dice: «Yo no quiero coches blindados. Vengo a ayudar al mundo. No quiero hacerle daño a nadie».

—Chiquilín dice que ha visto toros llorar. ¿Y usted?

—Yo no. He visto toros que me han olido y se han ido, pero llorar no.

—¿Usted se apiada de los toros?

—Me dan pena. El del otro día no lo quería matar. Era un toro bravo. Le hice así en el culillo y le dije: «Anda, vete ya».

—¿Qué siente al clavarle la espada?

—Ahí va uno ciego. Va uno por el triunfo y no sientes. Es la suerte de matar.

—¿Qué se puede esperar del ser humano?

—Es usted más listo que Dios.

—Le pregunto para escucharlo.

—Confío en el ser humano. El cuerpo es muy agradecido pero, a veces, se pone muy «esaborío» y tiene sus cosillas.

—¿Usted lee la prensa?

—Hombre, claro que me interesa el mundo. A veces se ven cosas que no son agradables y quito la tele.

—¿Qué cosas?

—Cuando ves esos niños, esos hombres y esas mujeres de esos países.

—¿Eso tiene arreglo?

—Estoy a favor de los políticos en el sentido de que si no fuera por ellos no podríamos navegar. Pero en esa plaza no soy capaz de meterme.

—También ha dicho usted lo siguiente: «La crisis es mentira».

—Lo que sí es verdad es que hay personas a las que les está faltando de todo. Yo sí creo que los bancos fueron muy atrevidos. O muy listos. Casi obligar a las personas que no estaban preparadas. Toma para el coche, toma para el piso.

—Usted nunca ha pedido un crédito.

—No. Mire, yo he sido siempre banquero. He comprado fincas y he vendido. Tenía veinte duros y gastaba diez.

—Ha gastado con cabeza.

—Hombre, claro. Por eso soy banquero. Más que todos ellos.

—Pero también le ha gustado vivir.

—Me he tomado dos copas de vino y me mareo con una. Me llega rápido a la sangre. No bebo ni comiendo. Lo único que me gusta un poco es Don Perignon.

—No elige usted cualquier marca.

—A ver si me comprende: si usted se está bañando en una piscina, ¿no se va a ir a una charca con las ranas?.

—¿Usted ha sido lo que ha querido ser?

—Bueno, yo he llegado donde he querido llegar.

—¿Y qué le queda por hacer?

—Nada. Preparar mi cuerpo y mente.

—¿Prepararlos para qué?

—Pues para ser feliz con mi vida. Aguantar lo que pueda con los huesos y el cuerpo bien mientras viva. Disfrutar de mi trabajo, de mis amistades, del mundo y de la luz que nos alumbra. Y de Dios.

—Usted es feliz.

—Mucho. Me como una tortilla de papas o unas papas a lo pobre. O un cacho de jamón si hace falta.

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