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Arte y demás historias

El guardainfante o la extravagancia barroca

Las señoras no cabían por las puertas, ni tan siquiera en palacios o casa nobles, por lo que debían franquearlas de una en una y de lado

Juan Carreño de Miranda. Doña Inés de Zúñiga, Condesa de Monterrey. Hacia 1660-1670. Museo Lázaro Galdiano. Madrid. Wikimedia Commons
Bárbara Rosillo

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Los desfiles de alta costura muestran, en ocasiones, modelos impactantes por su desmesura o complejidad. El despliegue de atuendos extravagantes no es un fenómeno actual para reclamar la atención de los seguidores de las redes sociales, sino que tiene una larga y muy curiosa historia. La moda es un reflejo de cada época, con su mentalidad, inclinaciones y expectativas. En este caso nos vamos a hacer eco del modelo por antonomasia del Barroco español: el guardainfante, un traje femenino que representa sin ambages la compleja mentalidad de dicho periodo.

El guardainfante consistía en un armazón colocado alrededor de la cintura, en forma de gran cesta invertida que se fabricaba a base de aros de metal o mimbre unidos con cintas o cuerdas, cuya función era ahuecar la basquiña o falda exterior. Dicho traje, que se concebía en un sentido global, constaba exteriormente de un cuerpo y una falda. El cuerpo o jubón, que remataba en amplios faldones, era muy entallado y aplastaba el pecho que se presentaba completamente plano, para lo cual se utilizaban corpiños emballenados.

Las mangas del jubón se acuchillaban, dejando ver la camisa, y sobre el busto se disponía un cuello amplio, llamado valona cariñana, en cuyo centro se colocaba un broche. El peinado tenía vital importancia, ya que la cabeza debía tener un tamaño acorde con la gran basquiña para no parecer ridículamente pequeña. Por tal motivo los peinados se ensancharon por medio de pelucas y postizos, que se colocaban mediante alambres y se adornaban con flores, plumas y joyas.

Diego Velázquez. La infanta María Teresa a los catorce años. 1652-1653. Museo de Historia del Arte. Viena. Wikimedia Commons

El gran tamaño del guardainfante provocaba todo tipo de inconvenientes y fue objeto de controversias y de las más airadas críticas. Es preciso señalar que las señoras no cabían por las puertas, ni tan siquiera en palacios o casa nobles, por lo que debían franquearlas de una en una y de lado; además, se tuvieron que modificar las puertas de los carruajes y de las sillas de manos. Más adelante, la forma redondeada de este artefacto evolucionó hacia un tamaño alargado que se denominó guardainfante «de codos», ya que estos podían apoyarse sobre la falda. Al contemplar los retratos de mediados del siglo XVII tenemos la sensación de que las damas se hallan literalmente embutidas en el centro de una mesa. Esta singular tipología se puede ver, entre otros ejemplos, en el retrato de la infanta Margarita de Martínez del Mazo (Museo del Prado) o en el de la marquesa de Santa Cruz de Carreño de Miranda (Museo Lázaro Galdiano).

Jan Bautista Martínez del Mazo. María Teresa, infanta de España. Hacia 1645. Metropolitan Museum. Nueva York

Para rematar tanta «comodidad», las señoras se subían a los chapines, una especie de zuecos con una altísima plataforma de corcho donde se introducía el pie ya calzado. En definitiva, un conjunto inverosímil, pero majestuoso, que dejó boquiabiertos a algunos extranjeros. El caballero francés François Bertaut de Fréauville, en su Relación del viaje a España, narra su visita al alcázar de Madrid en 1659 y deja las siguientes impresiones de la reina Mariana de Austria y la infanta María Teresa: «La reina y las dos infantas estaban en el extremo de la sala, también bajo un dosel y sobre un estrado cubierto con una gran alfombra. La reina me pareció bastante joven; pero todo el tiempo que pude tomar después de que hube llegado a la primera fila, adonde me costó gran trabajo llegar, lo empleé en contemplar a la infanta. Estaba peinada de manera cómo la pintan, y con un guardainfante aún mil veces mayor de lo que uno se figura; porque, sin hipérbole, la reina y la infanta estaban bastante lejos la una de la otra y, sin embargo, sus verdugados se tocaban, y tenían todo el espacio de un dosel para ellas dos, aunque la infantita no estuviese más que sobre el borde».

Diego Velázquez nos dejó testimonio de tan singular indumentaria en diversos retratos de la familia real. Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, adoraba el guardainfante y lo usó muy exagerado, aunque paradójicamente unos años antes estuvo prohibido. De hecho, en 1639 se dictó un pregón que vetó su uso a todas las mujeres, excepto a las prostitutas: «Ninguna mujer, de cualquier estado y calidad que sea, pueda traer ni traiga guardainfante, ni otro instrumento o traje semejante, excepto las mujeres que con licencia de las justicias públicamente son malas de sus personas, y ganan por ello».

La infanta Margarita, también fue retratada con guardainfante en varias ocasiones. En Las meninas, donde tan solo contaba cinco años, luce un vestido de seda brocada con un cuerpo rígido y falda sobre guardainfante, al igual que Isabel de Velasco y María Agustina Sarmiento de Sotomayor, las dos damitas que la acompañan. En definitiva, aunque tal vez nos haya pasado desapercibido, uno de los cuadros más famosos de la historia nos muestra la desmesura de la moda española de tiempos pasados. Pocos modistos actuales se atreverían a sugerir una extravagancia semejante, y aún serían menos las mujeres dispuestas a seguir sus dictados.

Diego Velázquez. Las meninas. 1656. Museo del Prado. Madrid, Wikimedia Comons

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