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Bienal de Flamenco de Sevilla

El periplo efectista de Diego Villegas

El músico sanluqueño presentó su nuevo álbum, «Cinco», en el Alcázar de Sevilla

El músico Diego Villegas, durante su actuación en la Bienal Juan Flores

Luis Ybarra Ramírez

No es sencillo que un cuadro rinda tributo a cien escuelas. Que un poemario aúne metafísicos, comprometidos y los tonos grises que quedan entre ambos o que una película agolpe un aluvión de géneros de aquí y de allá y acabe resultando cohesiva. La idea de Diego Villegas en este proyecto era la de echarse a la boca cinco instrumentos diferentes y mostrar el flamenco en contacto con otras cinco músicas. El mundo en un puño. O en dos. Los suyos. Morente y Debussy. Miles Davis, Beyoncé y Almarán al bolero. Avenidas porteñas y postales de Sanlúcar . Japón, Turquía, soul, África, Nueva York, infancia, rock, clubes. Esas cosas. Y el riesgo, por tanto, estaba servido: golpear mil puertas, entrar y no detenerse en ninguna estancia. Un leve desajuste que de algún modo solventó al otorgar mayor protagonismo al vehículo que al periplo en sí. Convertir aquello en un muestrario de referencias y habilidades, confín al que peligrosamente miró, hubiese tambaleado su enorme derroche. Un conflicto de concepto.

Que arranquen, desahogado ya, los elogios. El universo anda con la tijera a una mano y él llega al Alcázar con la Electro-Acustic Band, palmas, guitarras, coros e invitados. Sin escatimar en nada. Toca profundamente efectista, lo cual no es necesariamente un defecto ni una virtud, sino una manera de afrontar la melodía, presumido, deseando lucir en todo momento. Y es que tiene sentido del espectáculo , en su búsqueda, en sus movimientos, en las luces y en la elección de los palos a interpretar. Llega fácil al oído de cualquiera , porque echa a un lado la seguirilla para aferrarse a la serrana, por arriba, mucho más musicalizada. Trae bulerías y rumbas, tangos, alegrías, guajiras, soleares, canciones. Siempre festivo, rítmico. A la estela de lo que ya inventó Jorge Pardo, crea su propio camino y en la vereda se queda solo. Porque nadie domina tanto, flauta, clarinete, saxo soprano, saxo tenor y armónica, como él por estos terrenos. Con faltitas de ortografía, como diría Agujetas, para expresar la rabia contenida, rindiéndose a esta gloriosa imperfección que nos define.

María Terremoto, su invitada de honor , goza de tantas facultades que puede hacer lo que quiera: incluso despojarse de su personalidad para cantar a Beyoncé en «At last» (¡ay!) y luego lanzar un huracán paquero por las comisuras. Ahí sí. Él, por su parte, no quiere sintonías, quiere himnos. No rutas boscosas, sino temas con pegamento para los tímpanos. «Sueño de amor», de Pepe de Lucía, por ejemplo. Fronterizo hasta al vadear la frontera.

Lleva los pulmones rotos de tanto soplar por las chimeneas del Albaicín para que no le caiga polvo al legado de Morente. La garganta con negrura del carbón y el aire ciego de pavesas. Parece que tiene más que contar de lo que cabe en un escenario. Posee mucho y enérgicamente pretende darlo todo. Sin dosificarse. Sin que se le quede nada en el extenso tintero que maneja. Raíces, alas, Andalucía, Oriente. Todo. Vuela con el torso al viento de sus metales siguiendo la sentencia de Chéjov: «para ser universal, habla de tu pueblo» . La riqueza de su particular talento radica ahí. Que en el viaje, sea lo más certero o no recorrer el globo en hora y media, coloniza.

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