Camarón en su 70 aniversario: duende y misterio de un flamenco universal

El arqueólogo del canteViajar a los soles antiguos del flamenco para calentarse la voz fue lo que hizo José cada aurora de su vida veloz. Lo cantó por bulerías: «A mí me sigue, me sigue / una estrella chiquitita, / chiquitita pero firme». Se tatuó la luna en la mano, para tenerla siempre agarrada, y salió a la intemperie, como un andarríos de la eterna caravana de los zíncali, a buscar estrellas perdidas. El cante no le cayó del cielo. Fue él a buscarlo en los más oscuros bujíos del universo jondo. La historia de Camarón, que el próximo sábado habría cumplido 70 años, no es la de un gitano agraciado con el duende, como si sólo Dios tuviera la culpa de su genio. Es la de un currante, aunque esa verdad no tenga poetas. La inspiración le cogió siempre trabajando. El calé rubicundo de las callejuelas de la Isla, edén de la bahía de Cádiz donde Napoleón tuvo que darse la vuelta, supo pronto que el martillo de la fragua de su padre lo tenía él en el oído antes que en la garganta. Su mejor herramienta fue saber escuchar. Ora en una chabola de los suburbios madrileños, donde ardían las eneas de Antonio el Rubio en un bidón de lata, ora en el corral de vecinos donde Juana Cruz, su madre, murmuraba pecados con la mancha de su frente. «El primer maestro de José fue Caracol, que iba por la Venta de Vargas cuando éramos unos chinorris», cuenta su «hermano» Alonso Rancapino con ese eco afónico de tantas noches durmiendo en el suelo con el que arranca el pellejo de los cantes. Alonso correteaba con él de chavea. Y sabe mejor que nadie cómo era: «Escuchaba a un aficionado cantar en una taberna y al momento hacía él ese cante como si fuera suyo». Camarón fue un ladrón de oído. Un ratón de armario. Paco de Lucía dijo una frase que resume con precisión científica a su otra mitad: «Los buenos copian, los genios roban». La leyenda no surgió de la nada. Trabajó como un albañil para construir su forma propia de cantar, que se basa en un brebaje infalible: la afinación de seda y sedienta de Juan Valderrama, su primer mentor; el compás matemático de Manolo Caracol, su primer ídolo; y el desgarro leonado de Manuel Torre, un majareta de Jerez al que Lorca describió como «el tronco del faraón». Tres verdades hasta entonces incompatibles que se fundieron en alquímica simbiosis el 5 de diciembre de 1950 en la casita en la que José Monje hacía alcayatas. Junto a la estrella chiquitita en la que Camarón fundió todos los metales del flamenco. La chispa de los mazazos de su padre sobre el yunque. Nació de una candela y vivió siempre buscando fogonazos nuevos. Vino al mundo con los pulmones negros de tanto tragar el humo de aquella fragua. Tenía la voz ahumada y salobre. Toda la miseria posible en el paraíso de las olas del Atlántico en las que se bamboleó de niño, desnudo, libre, cogiendo sardinas para orearlas en aquellos arenques «quitajambre» de los cincuenta.Tomatito: «Cierro los ojos y sueño que todavía le estoy tocando la guitarra. Ha sido el mejor» La biografía de José está comida de tópicos. Todos tienen una versión distinta de cómo conoció a Paco de Lucía en Jerez durante una fiesta en la casa de los Parrilla, repiten que «La leyenda del tiempo» apenas se vendió, lo citan como un revolucionario que salía en las portadas de los discos fumando y con chupa de cuero, recuerdan sus andanzas sobre el caballo blanco que galopaba por su sangre, lo vieron cantar en Torres Bermejas cuando empezó a cobrar su primer sueldo fijo, coincidieron en los festivales cuando todavía le acompañaba Paco Cepero, fueron a su entierro y vieron a la gente caerse desbordada por el puente Suazo... Pero la verdad profunda de Camarón se ha contado poco. Han tenido más éxito las historias apócrifas que las puras. El de la Isla tuvo un don que supo cultivar pasando muchas noches en vela. Fue un arqueólogo del flamenco, un luchador al que la timidez hizo aparentemente distante, una víctima de su introversión, siempre encogido en la silla como queriendo esconderse detrás del aire para ser invisible, para que sólo se viera el sonido, pero que se fraguó a partir de una infinita afición sin prejuicios y de una personalidad descomunal que le permitió rescatar del ostracismo a decenas de cantaores anónimos, algunos de ellos crápulas noctívagos, otros simplemente gente sin suerte, y restaurar la obra de las viejas figuras dejando siempre la sensación de que todo lo que cantaba era completamente nuevo cuando en realidad todo era preadamita.Camarón, en una imagen de 1990Manuel Márquez, viejo cantaor y zapatero, explica mientras echa una suela a unos castellanos el halo camaronero a partir de una anécdota con él. «Yo me había presentado varios años seguidos al concurso de Mairena del Alcor, que era uno de los más importantes que había. Siempre quedaba segundo, pero en el año 1966 estaba todo hecho para que me lo llevara yo. Ya habíamos pactado varios cantaores repartirnos el dinero, pero de repente apareció un muchacho rubio en un Dodge Dart rojo, que yo no sé de quién era, y cuando se subió allí a cantar me dije: ea, ya he perdido otra vez». Camarón tenía sólo 16 años y era un completo desconocido para los aficionados todavía. Levantó el trofeo sin despeinarse. «Nos quedamos todos pasmados al escucharlo porque era totalmente distinto. Hacía los cantes de toda la vida de una manera nueva, ¿cómo podía saber tanto siendo tan joven?», recuerda resignado Márquez. Rancapino: «Existía un flamenco antes de él y otro nuevo después. Lo sabía todo sobre el cante» El gran Valderrama, que lo llevó de gira por primera vez en el setenta con el guitarrista ceutí Antonio Arenas, cuando José aún no había cumplido 20 años, lo subrayaba siempre que le preguntaban: «Era tan distinto que la gente no lo entendía, pero yo, que conocía los cantes, me di cuenta rápido de que era un fenómeno. Algunas veces, como su voz era tan nueva y la gente no estaba acostumbrada, le silbaron en aquella gira y recuerdo que una noche tuve que salir al escenario para arroparlo y dije: “señores, tenemos el futuro del cante, el cantaor moderno que ha salido en este siglo. Éste va a ser el mejor, mejor que todos nosotros, y yo quiero que ustedes lo escuchen”». Entonces la voz de Camarón era mitad brasa, mitad salina. Con el tiempo se trizó, pero nunca dejó de dar martillazos en el mar. Golpeaba el cante para provocar olas, no para romperlo. Y hoy todo su legado está minado de paradojas: fue el pecado, el mito, la belleza, la devastación. Todo a la vez. Hay quien dice que su secreto es que tenía dos edades, la de su garganta y la del resto de su cuerpo. Que prefirió vivir a lo ancho, haciendo de cada día una semana, antes que a lo largo, por lo que murió anciano con 41 años. Y que cantaba las cosas de los antepasados desde niño como si él ya fuese un antepasado más. Un espectro que tomó forma corpórea para hacer tangible la contradicción más cimera del arte: la lentitud construida con mucha prisa. Quizás demasiada. Un niño sabioTenía sólo 19 años cuando grabó su primer disco con Paco de Lucía. Cuando empezaron a mirar el repertorio, el padre de Paco, Antonio Sánchez Pecino, que era el productor, no daba crédito. Los dos muchachos grabaron aquella revolución en una tarde. Camarón escogió los tangos extremeños «Detrás del tuyo se va», conocidos popularmente como el «Rintintín», que escuchó en alguna boda gitana en Badajoz, y unas bulerías sorprendentes para alguien de su edad, «Al verte las flores lloran». Esa melodía era de un cantaor que iba en las troupes de la «Ópera flamenca», el Cojo de Huelva. ¿Cómo conocía Camarón aquello en una época en la que internet no era siquiera una quiera? De Spotify ni hablamos. José Cortés, Pansequito, otro monstruo de aquella generación que vivió mil andanzas con el de la Isla, lo tiene claro: «Estaba pendiente de todo lo que salía, escuchaba discos antiguos todo el tiempo y cada vez que alguien le hablaba de algún aficionado que tenía alguna cosilla propia, cogía el coche y se perdía para buscarlo». Camarón, del brazo del matador de toros Curro Romero, gran amigo del cantaorEn los ocho discos siguientes Camarón saneó todas las fuentes que se habían quedado secas. Recuperó la memoria de figuras históricas como Antonio Chacón, la Niña de los Peines, Tomás Pavón, Antonio Mairena o Pepe Marchena, un cantaor supuestamente contrario a su estética. Nos descubrió a otros maestros que apenas habían salido de sus comarcas y que él conoció personalmente en sus largas madrugadas al raso. Le cogió unas bulerías a la Perla de Cádiz, alternó con el Chaqueta hasta que fue capaz de abordar sus trabalenguas, elevó los tangos de Manuel el Titi de Triana, que era peón del muelle, y sobre todo dio a conocer los fandangos de autores que quizás no habrían sido nadie si no hubiesen tenido el privilegio de que José les «robara». Fue una especie de rey Midas. Todo lo que cantaba lo convertía en oro. Se emborrachó mil veces con el Tuerto de Algeciras, amigo del padre de Paco de Lucía, para cantar su estilo mejor que él, y con Juan el Camas, y con Antonio el de la Calzá, que se dedicaba a la venta de textiles… Pero la historia que mejor explica esta afición inabarcable de José es la de Antonio el Rubio. Miguel Poveda: «Es uno de los grandes de la historia, su obra es como un museo: se admira, pero no se toca» Ese gitano vivía en el Pozo del Tío Raimundo, el poblado chabolista del Madrid de los sesenta. Curro Romero cuenta cómo fue aquello: «Camarón sabía que Antonio tenía un fandango muy bueno y una noche me montó en el coche y nos fuimos a verlo. Nos pasamos toda la madrugada delante de la candela, entre gitanos viejos, y José no le decía al Rubio que le cantara. Respetaba muchísimo eso». Al final lo consiguió y acabó grabando ese fandango en su disco «Canastera» (1972), cuyo título era el nombre del nuevo estilo que había creado con Paco a la guitarra. Esa era su dualidad: la creatividad y el rescate de la tradición. Y así edificó su inmensa obra. Pescando en todas las playas. A las Grecas, con quienes trasnochó literalmente a muerte, les cogió todos los «nonainos» que hay en sus tangos. De la Marelu absorbió las formas extremeñas. Incluso grabó un fandango, «Ni que me manden a mí», que era propiedad de Enrique Morente, rompiendo así todos los estereotipos sobre falsos enfrentamientos. Camarón era una máquina de engrandecer el flamenco. El cante entraba de una forma por sus oídos y salía de otra por su boca. Pedro el Granaíno, una de las nuevas figuras, es rotundo: «Dios tuvo que hacerse hombre para dar su testimonio y el flamenco se hizo persona en Camarón». Dorantes dice que «tenía la virtud de los grandes intérpretes de la música universal, que es engrandecer todo lo que pasaba por sus manos». Arcángel lo define como «mi puerta de entrada al flamenco». Para Eva Yerbabuena es «el vínculo entre las distintas generaciones». Tomatito cierra los ojos y suspira: «Ojalá pudiera seguir tocándole la guitarra»... Todos los grandes nombres del flamenco post camaroniano coinciden en que fue elegido como médium por el arte para estar en contacto directo con la genialidad natural.Eva Yerbabuena: «Es el vínculo entre las distintas generaciones, el artista más influyente en el flamenco actual»Marina Heredia: «Pasa el tiempo y su figura se engrandece más porque cada día que pasa canta mejor»Kiko Veneno cuenta una anécdota que lo resume todo. Ocurrió en el chalé de Ricardo Pachón, donde se encerraron una semana para grabar «La leyenda del tiempo» alrededor de un humo muy distinto al de la fragua de su padre. «Yo estaba allí preparando el “Volando voy” y José se me acercó con mucha curiosidad para ver bien el tema. De repente me preguntó: “Kiko, ¿tú te vas de compás?”. No sabía bien qué decirle y le contesté que seguramente sí porque yo acababa de llegar de Cataluña. Pero su siguiente pregunta, que me hizo con un tono de absoluta inocencia, fue más sorprendente: “¿Y eso cómo es, que yo lo intento y no me sale?”. ¡Ni queriendo podía irse de compás!». Ni poniendo todo lo que pudo de su parte para quemar sus pulmones pudo cantar mal jamás. Pero la fragua en la que nació fue siempre su destino. Estaba en una calle de San Fernando cuyo nombre fue un augurio. Amargura. Luego, cuando se casó, se fue a vivir con La Chispa a la calle Teatro de La Línea. Amargura y Teatro. Ahí está toda su vida. La leyenda se ha quedado con el cantaor que ya tenía las facultades mermadas, el estruendoso, el que se puede imitar. Pero el que da dolor de huesos al escucharlo, el inimitable, apenas ha tenido literatura. Rancapino, que quiso ser torero con él, da otro muletazo sin fin: «El flamenco que existía antes de Camarón era uno y el que ha quedado después es otro». El gitano fenicio que vino de la Atlántida arrasó la historia de su música. Y en sus últimas horas, a pecho descubierto, sembró la duda: «Dicen de mí que si yo estoy vivo o muerto». Este 5 de diciembre, que habría soplado 70 velas o 70 candelas en algún cuarto de cabales esperando la suerte de los titirimundis, se resuelve la incógnita. Está vivo. Más vivo incluso que cuando vivía. Ha cumplido el adagio de Gardel, como sentencia la granadina Marina Heredia, que aprendió a cantar en sus rodillas: «Cada día canta mejor». Por eso todos son o quieren ser camaroneros, unos trasteando su legado y otros, como Miguel Poveda, llorando ante su obra: «Para mí es un museo, se admira pero no se toca». En el firmamento jondo, justo donde la cultura flamenca se tatuó la luna, hay una nueva constelación que se llama Camarón. Él es ahora la estrella firme que alumbra este arte, una chispa de fragua que se baña cada noche en los esteros de la Isla, donde dicen que se escucha por fiesta en las caracolas: «Viviré mientras el alma me suene»...

Camarón en su 70 aniversario: duende y misterio de un flamenco universal

El gran genio de San Fernando habría cumplido 70 años este sábado. Murió con 41, pero tuvo tiempo de cambiar la historia del flamenco porque el duende siempre le cogió trabajando. Todas las figuras contemporáneas repasan aquí su legado

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