Crítica de ópera

Esperando a Carmen

La producción de Calixto Bieito que se ha estrendo en el Maestranza presenta luces y sombras

Un momento de la ópera ‘Carmen’ que se acaba de estrenar en el Maestranza Guillermo Mendo

Carlos Tarín

En los 30 años posteriores a la inauguración del Maestranza, el Teatro no ha encontrado un director escénico capaz de asumir la producción de una ‘Carmen’ ‘Made in Seville’ . Así que tirar de otra mientras se sigue buscando una propia no se antojaba descabellado, y la de Emilio Sagi (Teatro Real, 1999), prometía. Tiene muchos años, pero sigue manteniendo esa belleza clásica armonizada con guiños modernos, que hubiera sobrado para quitarnos el ‘mono’ carmelita. Sin embargo, unos supuestos problemas ‘técnicos’ hicieron hace ya muchos meses que se sustituyera esta producción por esta de Bieito , del mismo año. Este sitúa el núcleo de su esquema creativo en la provocación (la ópera, pues, a segundo plano) y para todo ello, sexo explícito y panfleto político-social. Bueno, eso en el estreno; renunció a la escena del ultraje a la bandera para estrenar en el Teatro Real, y lo que queda de ‘provocación’ lo podemos ver en cualquier serie de medio pelo . Hasta ahí ninguna sorpresa. Pero su genio ‘creativo’ le lleva a trasladar la acción a Ceuta en el posfranquismo (podía ser también en el ‘pre’, ‘paleo’ o ‘ciberfranquismo’), con unos legionarios de caricatura, que podría haber actualizado con los que hace unos días se jugaban la vida para salvar a niños pequeños marroquíes (sobre sus hombros) en las altísimas vallas que rodean a la ciudad autónoma, sin ninguna madre a la vista.

Galería.

De las más de 150 óperas ubicadas en Sevilla, acaso la más vinculada a la ciudad sea esta, y más aún vista desde este teatro. Para quienes estuvimos en aquella ‘Carmen’ de Berganza y Carreras -y para los que no- igualmente hubiera sido una ocasión para (volver a) disfrutar de una producción que sucede en un coliseo situado casi equidistante de la Fábrica de Tabacos (acto I), de la taberna de Lillas Pastia (acto II, Merimée , en boca de Carmen: ‘cuando a uno le gusta el buen pescado frito, va a comerlo a Triana, a casa de Lillas Pastia’), y a la plaza de toros de la Maestranza (todo el acto IV). Socialmente, el enlace sigue vivo: en la tabacalera trabajaban entonces, según la novela, ‘de 400 a 500 mujeres’, que llegaron a tener su hermandad con sede (hasta 1956) en la hoy Capilla de los Estudiantes dentro de la Fábrica, y que sigue procesionando en la actualidad (Merimée: ‘Son las que lían los cigarros en una gran sala, donde los hombres no entran sin un permiso del Veinticuatro, porque cuando hace calor, se aligeran de ropa, sobre todo las jóvenes’). Así que Carmen, líder cigarrera, gitana y contrabandista, es quien mejor puede formular sus principios de libertad indisimulada desde su famosa ‘Habanera’ . Y sus compañeras compartir la futilidad del amor en su celebrado coro del humo. En la plaza de toros sólo el virus ha dejado secar momentáneamente su albero, pero volverán los toreros a deslumbrar con sus chaquetillas doradas y sonarán los pasodobles; su presencia social sigue igualmente viva, tanto como su consideración social. Y los contrabandistas cantan al cielo por techo, a la única ley, la voluntad y, sobre todo, a la libertad. Porque la libertad sin cortapisas soñada por los intelectuales europeos la encuentra el gran viajero Merimée en esta concentración de caminos, y no en ningún otro que hubiera conocido, con el ‘eximente’ de ocurrir en un país y ciudad lejana, Sevilla, donde dominan seres tan ‘ingobernables’ como los anteriores . Y aún así, todavía en 1875 París no pudo asimilar de golpe tanta sobredosis de libertad, sobre todo femenina.

Un reparto desigual

Por fortuna, la música no se toca (de momento) . Bizet sintetiza maravillosamente la novela y además construye un ingenioso deslizamiento vocal, añadiendo un personaje inexistente en la novela, Micaela (soprano) y priorizando el del torero (barítono). Así, la ópera comienza con la acostumbrada pareja ideal, joven, ilusionada, de voces agudas (soprano, tenor), aunque la aparición de Carmen dará lugar a una nueva pareja (tenor, mezzo), que se inclina hacia el lado ‘oscuro’ , y que finaliza con la creación de otra dualidad más umbría aún (mezzo, barítono), detonante último de la tragedia. Espectacular la Micaela de Mª José Moreno , con un registro de soprano lírica conmovedor, completo, equilibrado. El Don José de Guèze es, en cambio, ese pegamento que no pega con nada: tenor lírico, en vez del más deseado ‘spinto’, de mayor anchura y potencia, y aquí de escasa emisión -a pesar de cantar permanentemente en ‘forte’- vaciando de credibilidad sus dúos amorosos. Y ya podíamos ver de paso a un Bieito que, fuera de las provocaciones, es un deplorable director escénico: ni supo manejar la entrada de las cigarreras (o lo que fueran aquí), ni presentar el chispeante inicio con los soldados aburridos viendo en qué entretenerse, sino optó por el absoluto inmovilismo (nada menos que en formación) hasta el final, ni olió cómo plantear los dúos (en casi todos los amantes alejados o dando vueltas), arruinando el impresionante final con Carmen, precisamente donde Guèze resultó algo más diverso, aunque su labor actoral fuese, como la del ‘regista’, de función de colegio. Indudablemente, Kemoklidze tiene un físico para una Carmen ideal , a la vez que un timbre bellísimo, una línea de canto atractiva, verdaderamente hechicera; el único problema es que no es una mezzo propiamente dicha, y su registro más grave lo evita con habilidad , aunque otros lo echemos de menos, al igual que los cambios de color derivado de esto. Es verdad que el rol exige una extensión tremenda, pero ha de cubrir a la joven enamorada, la mujer de mundo y la ‘bruja’ (Merimée) que lleva dentro. Orfila es un barítono dramático enorme , y ya decíamos hace poco que si quiere puede ser cómico o del carácter que quiera, y además que tiene la virtud de que con un registro tan grave siempre se le entiende todo. Pudo salir a hombros en el aria del toreador, tanto como en la pelea con don José, al cual forzó a darlo todo. De los comprimarios nos quedamos con el Dancaire de Esteve , y sobre todo con la Frasquita de Brasó (debería mantener algo más esos agudos decisivos en los finales) y la Mercedes de la Gomà , ambas voces frescas, ágiles, intensas. El coro se encontraba muy mermado porque 7 de las 14 coralistas estaban con Covid, y algunas -nos comentaban- muy mal. Así que debemos agradecer a las que estuvieron todo su esfuerzo, a pesar de ser la mitad y cantar con pocos ensayos (aislamiento), deseando desde aquí la pronta recuperación de sus compañeras. Otras de las genialidades de Bieito fue colocar a los niños al final de la ‘muralla’ de legionarios , con lo que ni veían la batuta ni oían bien a la orquesta; en cuanto se acercaron al foso, se ‘sincronizaron’ y reconocimos a la extraordinaria Escolanía de Los Palacios. La dirección de Tali fue muy irregular, con desajustes y sobre todo muy plana . En el efervescente y afamado ‘Preludio’ inicial se notaba confusión en la orquesta, pero sobre todo sentimos que no destacara el motivo del toreador, alma y clímax de esta introducción, o que no hiciera hincapié en el determinante motivo voluble con que identificamos a Carmen, especialmente presente después de arrojarle la flor. Sin embargo, sobre una técnica direccional algo primaria, acompañó muy bien los pasajes más líricos, como precisamente el aria de la flor, que Bieito (o su ‘alter ego’) inició a lo lejos, y que Tali supo rebajar el volumen de la ROSS para no tapar del todo al tenor; también llenó de colorido el aria de Micaela (magníficas las trompas) o salvó el hermosísimo dúo final en la parte que le correspondía.

Hubo en la producción aciertos estéticos, pero soportados en planteamientos chusqueros , como el del toro de Osborne, que copia de Bigas Luna , imaginamos que para representar el ‘machismo violento’ y, al dejarlo caer al suelo los operarios con todas sus ganas, asociarlo a una moraleja del tipo ‘basta ya’. ¿A eso se reduce su percepción de esta ópera? El toro, por cierto, se ha relacionado a lo largo de la historia en todas las grandes civilizaciones con el valor, la bizarría y la nobleza, asociándose en algunas de ellas con la deidad. Fue una metáfora tan forzada como la ya clásica de presentar a un hombre desnudo, amagando torear de noche, amparándose en una anécdota de Belmonte que Chaves Nogales recogió en la biografía del torero. Pero si quería erotismo, lo tenía fácil de haber leído la novela, si hubiera incluido el episodio en Córdoba de las mujeres que se bañaban desnudas diariamente al tocar el ángelus, que además es muy divertido. No está en la ópera, pero sí en la novela, mientras lo de Belmonte sólo está en la fantasía del regidor. Pero sobre todo se salta la escena más sensual de la historia de la ópera, el baile de Carmen a Don José, que gente como Rosi la mueve entre una Salomé y una striper. ¿Y qué hace Bieito? Concibe la danza poniendo a Carmen a dar vueltas ansiosa alrededor de uno de los Mercedes cochambrosos de la producción, ante el estupor de Don José, que parecía dudar si este sería algún baile típico ceutí. La última genialidad, su gran aportación, es suprimir los diálogos, con lo que los espectadores noveles tendrían la sensación de haberse quedado dormidos en algún momento, porque no entenderían cómo se había pasado de una situación a otra.

Treinta años esperando para esto. ¿De verdad que no hay en Andalucía gestores culturales capaces de revalorizar nuestro patrimonio o, al menos, no hundirlo?

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