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Crítica de teatro

Verdades asfixiantes

En «Las cosas que sé que son verdad» de Bovell la maquinaria argumental, engrasada, no deja cabo suelto

Actores de «Las cosas que sé que son verdad» ABC

Alfonso Crespo

Al final de la obra, el padre de familia, sobrepasado, dice algo así como: «por favor, dadme tiempo para asimilar tantos cambios». Curiosamente, este también podría ser el principal reproche que dirigir a Andrew Bovell y Las cosas que sé que son verdad , algo metamorfoseado: «por favor, no nos impongas una estructura tan pesada ni tan milimétrica». En los dramas familiares de Bovell, la maquinaria argumental, engrasada, no deja cabo suelto; el problema de esta indiscutible solidez recae en sus efectos secundarios, previsibilidad y efectos no deseados: que, de tanto giro aciago, de tanta desgracia en cadena, se le acabe formando una maliciosa sonrisa al espectador; en definitiva, que la acumulación y la sobredosis no son siempre buenos consejeros.

Así, en Las cosas que sé que son verdad , a unos padres maduros se les complica el año por las decisiones drásticas de sus hijos: separaciones, delincuencia, cambios de sexo y desorientaciones existenciales. Cada revelación suma una ausencia (un hijo que sale, que abandona la escena) y estrecha la espiral que desemboca en el careo entre los progenitores, hasta entonces postergado por una vida hipotecada a favor de la descendencia. Un último revés, sin embargo, vuelve a reunir a los supervivientes para un último ritual luego de la caída de velos, quizás un nuevo punto de partida ya en la postrimería.

En la versión de Muriel y Fuentes Reta , el jardín familiar que acumula los estratos de tiempos y vivencias de estos personajes se compone a modo de porosa escena-cuadrilátero, donde el público, como en un coso, rodea la representación siendo a veces agraciado con la cercanía y a veces castigado con la distancia. Una vez comprendida la dinámica de turnos y asumido el tono teledirigido de la obra, sólo quedaba esperar a que sonriera la fortuna y Verónica Forqué cayera cerca de la butaca. Aunque pegada al texto, era la única que, por la familiaridad de sus tics, por su dulce gracejo y tolerada sobreactuación, excedía el papel. O al menos nos hacía pensar en el teatro como en ese arte de la presencia y la vibración real donde la letra no lo debe constreñir todo.

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