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Feria de Córdoba

Roca Rey no aplaza su triunfo en Córdoba; Morante, lo pincha

Ni la consecución de su culmen a la verónica conformó al peruano en su voraz objetivo, cortando tres orejas pese a su flojo lote de Domingo Hernández

El de La Puebla del Río salió con la ilusión de un niño y el estilo de un califa; Juan Ortega se tiró a los bajos del despropósito

Así ha contado ABC de Córdoba el directo de la corrida

Roca Rey paseó las dos orejas de Corbeto, el tercero de la tarde Valerio Merino
Jesús Bayort

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No era un déjà vu creer estar viendo nuevamente a El Lili pisando el albero, que se escondía bajo capas de serrín, veinte minutos antes del festejo. Porque aquello ya se había vivido unas horas antes. Le iba narrando a su matador –Morante, atento desde la barrera–, por dónde podría sembrar la semilla del toreo. Pero las caras ya eran otras, convencidos de que debía darse, y se daría, el festejo. Con un innegable cariz de festival invernal, por el clima, por el horario y hasta por la presentación de algunos toros, que a las doce en punto de la mañana sonaba Manolete para que en el embudo de los Califas por fin se dibujaran sonrisas, que se fueron mitigando y agriando durante la controvertida corrida, de cuestionable y dispar presentación, de balbuceante contenido, que estuvo protagonizada por un intratable Roca Rey.

Feria de Córdoba

  • Plaza de toros de los Califas. Domingo, 21 de mayo de 2023. Matinal (aplazada el día anterior). Segunda de abono. Casi tres cuartos de plaza. Se lidiaron toros de Domingo Hernández, algunos con el hierro de Garcigrande (1º, 4º y 6º). 1º, buen estilo y justo de raza; 2º, sin celo, deslucido; 3º, con clase en el capote y fondo en la muleta; 4º, deslucido (pitado en el arrastre); 5º, morucho, devuelto al corral; 5º bis, desrazado; 6º, noble, sin humillar.
  • Morante de la Puebla, de catafalco y plata. Estocada y casi entera (ovación tras petición); medio bajonazo, media estocada y toque de descabello (silencio).
  • Juan Ortega, de purísima y oro. Tres pinchazos muy bajos y bajonazo (silencio); dos pinchazos y bajonazo (división de opiniones).
  • Roca Rey, de rosa mexicano y oro. Estocada (dos orejas); estocada (oreja).

Con Tenderete, el primero de Domingo Hernández –con el hierro de Garcigrande– se confirmaba lo que habían anunciado las imágenes del sorteo: era el mejor de la corrida, en su tipo, en su estilo. Que ya en su salida demostró lo que se intuía, que el serrín no evitaría que el ruedo fuese una pista de patinaje, por la que se deslizó un cascada de lances que desembocaron en monumento al toreo a la verónica. Pasando del académico recibo genuflexo a los seis lapazos señeros, cada vez más sentidos, más despacios, de Morante de la Puebla. El cuarto y el sexto fueron gloriosos, antes de que huyera hacia las tablas, adonde iba a rescatarlo El Lili, un torero tan vilipendiado por algunos como válido para su torero, siempre presto a sus peticiones. Con el que minutos más tarde se intercambiaría de función para que fuera el de La Puebla el que le hiciera el quite a cuerpo limpio, con un gallardo quiebro. Antes de que entrara por segunda vez al caballo ya estaban gritando desde la grada «¡Vamos, Juan!», que atendía Ortega a la verónica, equivocado en los terrenos y distancias, pero entregado y fiel a su estilo.

Después sería Morante, con una montera como la que se mostraba de Guerrita en una de las lonas que cuelgan del graderío, el que se colocaría en el centro del platillo para brindarle a la tierra de los cinco califas y tomando una servilleta, que es lo que parecía su muleta en los ayudados genuflexos que abrieron la faena, para pasarlo bajo y por alto, al melodioso ritmo del de Domingo Hernández. Desbordaba ilusión, interés en cuajarlo, que parecía casi lograrlo con la diestra, muy encajado, casi sin marcar el toque, en su línea. Se le abría la chaquetilla de lo que se agigantó en cada encuentro, con el bordado en plata, pero con los chorrillos largos y el chalequillo en oro, como deben ir los matadores que cambian de hilatura. La poquita raza de Tenderete no llegó para el turno de la izquierda, tan deslucido ya. Aunque insistía Morante, con ánimo novilleril, como cuando corrió por la montera para animar al graderío mientras las mulillas salían. Antes de aquello había insistido en una larga labor, con la voz ronca, con el gesto comprometido. Que cuando fue a tomar la tizona pidió la toalla para limpiarse la sangre de la taleguilla, apenas perceptible en el negro de la banda. Que recordaba a la biografía del Faraón de Camas, cuando catalogaba de horrendo aquello de ensangrentar el terno. Lo pinchó una vez antes de que asomaran los pañuelos, que no fueron suficientes. Una faena que hubiera calado más en cuarto lugar, cuando salió el escurrido Gallardeto, largo, con longitud de pitón, que llegaba en las llantas. Sin estilo, sin nada para el recuerdo, como la breve intervención morantiana, que buscó los blandos con la espada.

Roca, sinónimo de triunfo

Ya quisiéramos algunos tener el talento de Corbeto, el tercero de la tarde, para perder peso, que como apuntaba el oráculo del campo bravo, Luis Miguel Parrado, estuvo de segundo sobrero en la tarde del rabo de Morante con «559 kilos» para lidiarse tres semanas después en Córdoba con «460 kilos». Tan raro como lo que después ocurriría, que fue un torrente de humillación para el capote pese a su altura de cruz y a su por entonces agarrotado cuello, que soltaría para el tercio de muleta. Pocos toros ha toreado Roca Rey a la verónica como a éste, ceñido, cadencioso, con mucha expresión. Al que lanceaba a la velocidad de un reloj de arena en una conjunción casi perfecta, milimétrica en todo, que abrochó en los medios, con algunos puestos en pie. Recordaba a lo que ya apuntó por momentos el año pasado, como en Pamplona, Bilbao o Málaga. Suave en el embroque, meciendo en el encuentro, torero en su desarrollo. Que continuó un comprometido Paco Algaba, que no es de la Vega del Guadalquivir sino de Córdoba, banderilleando al filo de la navaja, con Chacón nuevamente insultante en su inteligencia y capacidad de terrenos.

Brindó a José María Montilla, que nació en la Gerena en la que él vive, que reside en la Córdoba en la que él toreaba. Muy abierto de compás empezó tratando de ordenarlo y afianzarlo sobre el humedecido terreno, hasta que le extrajo lentísimos naturales, encontrando esa perla de bravura que trataba de esconder el de Domingo Hernández, al que encelaba con un toque seco, con mucho tiempo. Sin resistirse a lograr el triunfo, a aplazar sus trofeos, buscó enroscarlo con un aire ojedista, derecho en su figura, con la muleta por encima de la cintura. Muy despacio le hizo la suerte de matar, cuando tuvo que apartarse levemente del encuentro de lo que tardó en pasar, de lo cerca que le pasó el pitón. Los Califas se tiñó de blanco tras una obra que estuvo sublimada por la excelencia capotera y la brillantez estoqueadora.

Al contrario de lo que ocurrió en el anterior, con el sexto no hubo conjunción con el capote, pero sí hubo calidad en la muleta. Pese a la falta de humillación y raza, siempre entre saltitos, de Guapetón, que no era precisamente eso. Más grande y feo que el resto. Su rítmico trasteo estuvo impregnado de soltura, sin ninguna tensión, con el compás más natural. Gustó y se gustó mucho más, hasta en los circulares por detrás. El primero fue perfecto, a la cariñosa velocidad del moribundo animal, al que animaba con los engaños a su altura, al que continuó con otros dos interminables, como los que enloquecieron a Arlés con la corrida de La Quinta. Lo volvió a asar con la espada, bajo gritos de «¡torero, torero!» que no corrigieron al presidente en su propósito de negar esa cuarta oreja.

Poco se recordará de Ortega

Poco se recordará del paso de Juan Ortega por esta corrida, ante un despropósito de lote. Poco perfil y atractivo traía Carabelo, primero de ellos, que se apoyaba en sus manos, entre saltos, sin celo. Poco más de un inicio saliéndose por bajo pudo lograr este torero, al que con tanto cariño esperan en ésta, su segunda tierra. Se tiró por cuatro veces a los bajos, por donde igualmente rubricó su mañana. Lanudo, el quinto, con el hierro de Garcigrande, sólo traía de bueno el nombre, histórico en la casa de Núñez del Cuvillo. Pero lo más histórico fue el petardo: del toro, del presidente y de los cabestros, que terminaron saliendo para llevarse a un morucho al que incluso ya le habían clavado las banderillas. No se entendió muy bien la decisión presidencial, que sucumbió al enfado generalizado. Eso sí, sirvió para que Manolo Quinta se mostrara como uno de los referentes varilargueros. Bendita rama que al tronco sale. Lo que unos veían como antirreglamentario, otros comprendimos como necesario y acertado. Le echó por dos veces el caballo encima, obviando la raya, acertando siempre en la yema. Más tiempo estuvieron los cabestros en el ruedo que Lanudo en su lidia, negados a regresar al chiquero, demostrando que no son los adecuados para una plaza de esta categoría. Y salió Ofiverde, que tampoco reunía el mínimo suficiente, sin raza, sin estilo, romo de pitones. En las antípodas de un toro para una plaza de primera. Un desastre que Ortega remató de feísima manera, por el número.

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