Cuarto de maravillas

Cómo disfrutar de las lecturas del verano: un lugar, una butaca, un libro (parte 1ª)

La delicada experiencia de leer «Charlotte» de David Foenkinos en una hamaca en la playa al atardecer

Con los libros pasa como con los restaurantes, que algunas personas coinciden plenamente con tus gustos y otras casi nunca aciertan. Por eso las recomendaciones de lectura no son iguales de valiosas todas. A veces depende del tema. Me explico. En mi familia tenemos un sentido del humor parecido, así que, cuando mi padre me recomendó hace años que leyera a Wodehouse, no lo dudé. Aunque seguro que hay montones de personas inteligentes y sensibles a las que les parecen una absoluta estupidez sus libros.

Otras veces, que te guste un libro depende del momento en el que te encuentres. ¿Quién no ha pasado una etapa de romanticismo exacerbado y ha devorado todos los títulos de Jane Austen? ¿O un racha de tantas preocupaciones que lo único que quieres es distracción y eliges Marco Didio Falco? (siempre será mejor que Sálvame).

Lo cierto es que, a medida que nos hacemos mayores, consideramos más el tiempo como un bien escaso y nos da rabia equivocarnos en la elección de una lectura. Yo tengo la suerte de contar entre mis allegados a tres o cuatro personas que siempre aciertan cuando te sugieren algo. Porque tenemos sensibilidad, inquietudes y sentido del humor similares. Una de ellas es mi amiga Laura. Y una de sus últimas recomendaciones ha sido «Charlotte», de David Foenkinos.

Trata de cómo la melancolía puede infiltrarse en el cuerpo. Y como últimamente tengo cierta tendencia a dejarme llevar por ella, para protegerme (¿o tal vez predisponerme?) he elegido la playa para leer este libro. Un atardecer. Una puesta de sol. Aunque la novela es cortita, quiero estar cómoda y disfrutar de la lectura, así que he pensado coger mi hamaca favorita (pesa un poco, pero he convencido a mi hijo para que me haga de porteador) y la he llevado a la orilla del mar al atardecer.

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La tumbona te envuelve, se acopla a tu postura y, al mismo tiempo, te da una intimidad que viene bien para evitar distracciones. Es como estar metida en un capullo de seda…

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¡La fotógrafa no puedo evitar probarla!

Un sombrero (para protegerme del sol y de la gente que pasea) y una toalla de algodón (para taparme por si hace frío) son el complemento perfecto a la tumbona.

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Me acomodo entre los cojines y empiezo la lectura. La primera frase es contundente: «Charlotte aprendió a leer su nombre en una tumba» (Uf, qué declaración de intenciones del autor, creo que voy a acabar teniendo escalofríos).

La sorpresa inicial es que está escrita con puntos y aparte. Al elegir esa forma de ordenar las palabras, el resultado es impactante, contundente. Cada frase adquiere una importancia que no tendría si estuviera oculta entre otras. Así se individualizan, se perfeccionan en sí mismas, transmiten una idea completa. Esto es lo que consigue Foenkinos, que tengamos la sensación permanente de que algo grave va a pasar, y así, nos tiene en tensión toda la novela.

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Berlín, primera mitad del siglo XX. Una niña que crece en un entorno lúgubre, con las sombras de su tía y su madre suicidas, un padre inmerso en su trabajo de cirujano, una época de guerras y tristezas. Una herencia de enfermedades mentales, de la que la protagonista (Charlotte Salomon) consigue librarse mediante la creación artística. (¿Veis? Lo bello como antídoto frente a la desolación y la tristeza, no puedo estar más de acuerdo).

Ella pinta para sobrevivir, es una mujer dulce e introvertida, que saca una fuerza increíble desde su fragilidad emocional y la plasma en sus lienzos, en los que escribe su corta pero intensa vida. Su obra acaba en una maleta confiada a un médico del sur de Francia, donde pasa la época más feliz de su vida, antes de ser deportada a Auschwitz y asesinada en una cámara de gas.

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En mitad de esta atmósfera opresiva, irrespirable, va subiendo la marea, levanto la mirada del libro y veo que estoy envuelta en agua… Siento un escalofrío, respiro hondo y me tapo con la toalla. Sigo leyendo.

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Es una biografía emocional, en la que el autor refleja su fascinación por la pintora alemana de origen judío. Cuenta incluso los pasos que va dando en pos del rastro de ella, (se incluye así él mismo en la novela), buscando lugares donde vivió, donde fue feliz, donde pintó, e incluso localiza y entrevista a descendientes de algunas personas con la que Charlotte se cruzó en su vida.

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Me voy quedando sin luz en las últimas páginas. Ya sabéis el final…

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Cierro el libro, recojo la cesta, la toalla, las abarcas, veo cómo se esconde el sol detrás de Rota y vuelvo a casa despacio entre los pinos, dando la espalda al mar y abandonando la tristeza en la orilla.

La hamaca es de Evercasa, la toalla de Kikoy (comprada en el mercadillo de Artá) y el sombrero de Panamá (traído desde allí por mi amigo Miguel, ¡qué mérito!).

Las fotos son de Lucila Vidal-Aragón y Cuarto de Maravillas.

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