Cuarto de maravillas

Morirse en Sevilla

La visión de nuestra bloguera sobre la muerte, las esquelas y el paso de esta vida en Sevilla al otro mundo.

Hay muchas personas a las que no les gusta hablar de la muerte. Por superstición, por miedo o simplemente por respeto. De las muertes trágicas, violentas o dramáticas no nos gusta hablar a nadie (salvo a los morbosos, entre los que no me encuentro). Pero hoy, recién pasados Halloween y el día de los Difuntos, no puedo dejar de acordarme de una reunión hace unos días en la que, hablando de una conocida señora de Sevilla, ya fallecida, a un pariente suyo no se le ocurre otra cosa que decir de ella que la caja no cabía en el nicho. Podía haber dicho que la buena señora hizo numerosas obras de caridad, que sus hijos hicieron una buena carrera y están bien situados o que era aficionada a la fotografía, por decir algo. Pero no. ¡Que la caja no cabía en el nicho! Y lo que es peor, ante la cara de estupefacción de todos los presentes, remata la faena explicando que la caja era tan ostentosa (sic), de una madera preciosa curvada y con un Cristo de bronce en relieve, que era imposible meterla en el nicho del panteón familiar, construido hace casi un siglo, cuando los españoles éramos más bajitos y menos pretenciosos.

–«Teníais que oír los tacos que soltaban los empleados del cementerio»- añade. Y claro, nos entra a todos la risa al imaginarnos la situación: familiares y amigos afligidos, respetando en silencio la solemnidad del momento, mientras los operarios soltaban improperios, cada vez más alto, ante la imposibilidad de hacer su trabajo.

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«Y es que –dice uno de los asistentes- no hay nada que guste más a un sevillano que un funeral o una misa de difunto». Arregladitos, de oscuro, en alguna de las maravillosas iglesias que tiene esta ciudad y saludándose los unos a los otros sin necesidad de ser simpáticos ni de gastarse un duro. Y al hilo de esto, uno de los asistentes nos recuerda una frase que su propia madre le dijo un día: «Hijo, toda Sevilla está hablando de ti porque no se te ve en los funerales».

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En mi casa paterna, que hay una cierta predisposición por los temas escatológicos (en todas sus acepciones), la muerte, los funerales, las esquelas, etc. forman parte de una conversación recurrente. Mi padre dice que todas las mañanas, después de desayunar, lee las esquelas y que si no sale la suya, se echa a la calle de paseo. Mi madre, más comedida, menos aficionada a la calle y siempre ocupándose de la economía familiar, nos repite constantemente que le encarguemos la caja más sencilla que haya… A lo que uno de mis hermanos le contestó un día, para tranquilizarla y hacerle ver lo austeramente que nos había educado, que tenía guardado en el trastero para ella el embalaje de un nuevo frigorífico comprado en unos grandes almacenes.

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Yo tengo que reconocer que, como empiezo a leer el periódico de atrás a delante, las esquelas es también de lo primero que veo. Esquelas grandes, con sus «ilustrísimas y excelentísimas» correspondientes, (seguidos del título nobiliario propio, consorte o prestado), o el sevillanísimo «hermano devoto de la Hermandad»… Pero en las que más me entretengo es en aquellas en las que hay un montón de hijos (en Andalucía, tierra de María Santísima y de mujeres valientes, tradicionalmente ha habido muchas familias numerosas), a los que intento emparejar con la larga lista de yernos y nueras; antes era más fácil, ahora puede que haya incluso más nueras que hijos, vaya usted a saber… Y qué decir de «…y sus fieles Antonia y Lolita».

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Hace poco me enseñaron una que ponía lo siguiente: «Menganito, me hiciste muy feliz mientras viviste, recibí todo tu amor y tu cariño, y por ello te estaré agradecida todos los días de mi vida, hasta que volvamos a encontrarnos. Te amo, Zutanita». Mi amigo la había recortado para dársela a su novia, para que tomara nota cuando le tocara a él… Porque no hay nada más bonito que una declaración de amor pública y extemporánea, cuando el afectado no puede oírla y, por tanto, no se espera nada a cambio… Aunque no le haga ninguna gracia a la viuda (se me ocurrió pensar, en un acto de maldad. O de envidia). Yo tengo duda acerca de qué me gustaría para mí: una esquela bien grande o un whatsapp que se haga viral. Lo que no voy a pedir es, como el tío Mariano, que vivía en Zaragoza (donde se pasa mucho frío), que me entierren con el abrigo. Porque si vivir en Sevilla es un lujo, soñar con descansar eternamente en un camposanto como el de San Fernando lo es más.

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PD. Las fotos han sido tomadas en las catacumbas de los Capuchinos en Palermo. Inaugurado en 1599, inicialmente se reservó para los frailes, aunque posteriormente se fueron dando autorizaciones a los bienhechores del convento que lo solicitaban. Lo curioso de este enterramiento es que, posiblemente por las condiciones de humedad y temperatura, los difuntos acababan momificándose de forma natural. Se dejaban unos ocho meses en unas determinadas celdas, para luego sacarlos al aire libre, lavarlos, vestirlos nuevamente y situarlos en los nichos o ataúdes definitivos. También se practicaron otros métodos de embalsamado, como los baños en leche de cal, en arsénico o inyecciones de elementos químicos que sus practicantes se llevaron con ellos a la tumba.

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