Amanece lloviendo. Seis grados de temperatura a las ocho de la mañana. Y un dolor de cabeza importante. Tenía previsto ir a primera hora al Museo Thyssen a ver la exposición de Edvard Munch, pero no soy capaz de disfrutar de ninguna manifestación artística hasta que me haga efecto el enantyum que me tomo con el café. Así que languidezco en la cocina ojeando la última revista de AD.
A las once decido salir como sea. No tengo ni abrigo ni paraguas (me dejé la maleta en el garaje de Sevilla, junto a una columna, menos mal que la gente de mi bloque es muy educada y seis horas después –cuando me di cuenta horrorizada- seguía estando allí), pero hoy es mi última oportunidad de ir a esta exposición. Me pego otro pastillazo, cojo un taxi y le digo que me lleve al Thyssen.
Lo primero que veo antes de bajarme del taxi es un autobús escolar en el que se suben lentamente varias decenas de niños. Menos mal que no he venido un poco antes, porque, la verdad, ver a Munch rodeada de niños (y con jaqueca) es como para ponerte a gritar de verdad. Cruzo el jardín como puedo, apartando niños, que siguen saliendo de cada esquina y entro en el vestíbulo. Me llevo la desagradable sorpresa de que todo Madrid ha venido al museo: ¡La cola para sacar la entrada llega hasta el final de la sala! Claramente hoy no es mi día. Menos mal que un precioso belén napolitano del siglo XVIII, instalado frente a los retratos de los reyes eméritos –y jóvenes-, hace más llevadera la espera. Tomo nota de que merece la pena sacar la entrada por internet o por teléfono, porque hay un pasillo mucho más rápido para los previsores.
Cuando por fin llego a la taquilla, me pregunta amablemente la señorita si solo quiero ver la expo de Munch o también me apetece «La Ilusión del Lejano Oeste». Esta son 8 €, Munch son 10 €, si saco la entrada conjunta hay un descuento. Pago 14 € pensando todo lo que me he ahorrado (ya se me ha olvidado lo del taxi) y me dispongo a disfrutar con los cuadros. Con lo que no contaba es con la otra cola para entrar en las salas… Aunque la verdad es que va bastante rápido.
Una vez entro en la exposición, en fila india (a pesar de que ésta no es «La Ilusión del lejano Oeste»), intento cambiar el ánimo. Me recuerdo a mí misma que el cuadro de «El Grito», junto con un retrato cubista de torero de Daniel Vázquez Díaz y el matrimonio Arnolfini (¡qué mezcla más rara!), me marcaron para siempre cuando aún estaba en el instituto.
La expo está organizada por temática: Melancolía, Muerte, Pánico, Mujer, Melodrama, Amor, Nocturnos, Vitalismo y Desnudos. Estos sustantivos elegidos por los comisarios español y noruego (es una colaboración con el Munch Museet de Oslo) ya nos orientan sobre su forma de entender la vida y la pintura. Vivió dos guerras, conoció la muerte temprana de su madre y una hermana, la locura de otra de ellas y la suya propia -estuvo en un sanatorio mental-. Él mismo nos cuenta, en uno de sus numerosos escritos, editados con motivo de esta exposición, que «enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles que rondaron mi cuna». Y desde luego que parece la obra de un hombre atormentado, con pinceladas violentas, como arañando el lienzo en mitad de un ataque de ira, de celos, de ansiedad.
Su relación con el sexo femenino tampoco debió ser muy gratificante. En las muchas versiones que hace de un hombre y una mujer besándose, vemos su visión del amor: «Hay una batalla que tiene lugar entre hombres y mujeres. Muchas personas lo llaman amor». La mujer de roja y abundante cabellera (repetida hasta la saciedad, ¿su arquetipo de mujer?) parece vampirizar, devorar, someter al hombre para hacerle perder su identidad con su beso. Pero a pesar de ello, no puedo dejar de mirar el cuadro.
Cuando entro en la sala del Vitalismo, se cree Munch que me va a engañar: patitos, jardines floridos, dos hombres plantando un manzano… La paleta de colores es otra, pero justo antes de pasar a la siguiente sala hay un autorretrato suyo en el que parece decirme, guiñándome un ojo: «No has caído, verdad? Sólo es el espejismo de que mis cenizas serán abono para las plantas… pero las disfrutarán otros».
Si he entrado con dolor de cabeza, he salido con dolor en el estómago. Ya no quiero ver la expo de los indios, para eso me hubiera quedado en Sevilla a ver el desfile de flamenca de Rocío Peralta. Sólo quiero llegar a casa y tomarme una infusión muy caliente. Y mientras el té ardiendo va despejando el frío que se me ha metido en los huesos, leo en la antología de sus escritos: «Caminaba con dos amigos por la carretera; entonces se puso el sol. De repente el cielo se volvió de un rojo sanguinolento, y sentí un estremecimiento de tristeza. Un angustioso dolor me oprimía el pecho. Me detuve, me apoyé en la valla, increíblemente cansado… Mis amigos siguieron caminando, mientras yo me quedaba atrás, temblando aterrorizado- y sentí el grito inmenso, infinito, de la naturaleza».
Qué capacidad para hacerte sentir triste, para convencerte de que estás solo –incluso, o sobre todo, estando con tu pareja o con tu madre-, que tú miras a un lado del puente y el resto del mundo a otro, que para qué vas a amar si estás condenado a ser traicionado, que si te desnudas es para llorar, que los besos son vampíricos…
Esto es el expresionismo. Este es Munch
Dejo el libro para retomarlo un día de primavera en Sevilla, cuando nada, ni siquiera la pintura de Munch pueda hacerme cambiar el ánimo.
PD. ¿Qué cuadro de Munch colgaría en mi casa? ¡Ninguno!