Tres días en París

Nos colamos en un corto e intenso viaje cultural y gastronómico por la capital de Francia junto a la blogger y su hija

Mi hija ha tenido la genial idea de regalarme un viaje a París por mi cumpleaños, con ella incluida, por supuesto. De lunes a jueves, cogiendo un vuelo de Transavia Sevilla-París, con la intención de callejear y hacer fotos. Había reservado un apartamento en airbnb, situado en la Rue Budé, en la Ile de Saint-Louis. No había comentarios de anteriores usuarios, pero aún así decidimos arriesgarnos, porque la ubicación nos parecía excelente, el precio bueno y tampoco había mucho más libre (uno de los inconvenientes de que no nos guste el fútbol es que no sabíamos que esos días se jugaba la Eurocopa en Francia).

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Un portón de madera por el que se accede a un patio interior, una escalera en espiral, como de zona de servicio de casa noble, y ¡voilà!, una estancia amplia iluminada por grandes ventanales, con suelo de madera oscura formando espiga, techos altos con molduras –y alguna que otra grieta- y un minúsculo cuarto de baño al que se accede por un distribuidor reconvertido en cocina. Aunque lo realmente maravilloso es que, tras recorrer los diez metros de la calle Budé y girar en la Quai d’Orléans, la cabecera de Notre Dame aparece en todo su esplendor y te obliga a detener el paso y respirar hondo.

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Desde este centro de operaciones privilegiado hemos recorrido la ciudad, caminando sin parar de un sitio a otro –cuatro días dan para mucho-, sin listas que tachar ni itinerarios predeterminados, sin pretensión de abarcar lo inabarcable; no era la primera vez para ninguna de las dos y estábamos de acuerdo en que la mejor forma de disfrutar París es eligiendo una zona y dejándonos llevar por nuestro instinto. Sin ánimo de suplir a una guía de la ciudad, os cuento nuestros imprescindibles.

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1. Recorrer la orilla izquierda del Sena desde el puente del Archevêché, disfrutando del perfil de Notre Dame reflejado en las aguas turbulentas del rio (días antes se había desbordado), y curioseando en los puestecillos de libreros de viejo y souvenirs que inundan el Quay St-Michel. No puedo resistirme a comprar algunas postales antiguas escritas que, sin entenderlas, me sugieren amores y añoranzas del siglo pasado.

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2. Entrar en la Saint Chapelle para descubrir una maravilla gótica y entender cómo unas vidrieras pueden condensar toda la historia del Cristianismo.

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3. Cruzando el Pont Marie desde la Ile St-Louis, caminar por Le Marais, residencia de reyes y cortesanos desde el siglo XIV hasta el siglo XVIII, que llenan el barrio de elegantes palacetes a la francesa, con bonitos jardines interiores, reconvertidos en museos (de la fotografía, de la Magia, de Picasso), bibliotecas o dependencias de organismos oficiales. Curiosear en las tiendas de arte y antigüedades en torno a la plaza de los Vosgos, de objetos vintage (me enamoré de unas gafas de sol de pasta blanca, pero tardé en decidirme y cuando volví al día siguiente, estaba cerrada la tienda), de cámaras fotográficas de segunda mano, de bares y restaurantes con terrazas.

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4. Pasear por los Campos Elíseos después de pasar la mañana en el Louvre, admirando la magnificencia de los salones, la maravillosa iluminación natural de las salas, la increíble colección de escultura clásica y los precursores cuadros de Archimboldo. Para descansar un rato entre tanto arte, nada como tomar algo en el Café Marly, bajo la galería al aire libre del propio museo, observando las colas de japoneses dispuestos a pelearse por atrapar en sus cámaras a la Gioconda.

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5. Atravesar el barrio latino, entre universidades, escuelas y centros de investigación, -notando cómo palpita, camino del verano, la vida estudiantil-, en dirección al Panteón, para volver cuesta abajo por las calles de la montaña de Ste-Geneviève hasta aparecer nuevamente en Notre Dame.

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6. Pasear por la rue de Seina, repleta de galerías de arte y muebles de diseño, buscando la iglesia de St-Germain des Prés. En la rue Bonaparte hay que entrar en la cafetería Ladurée. El local tiene el encanto de esas terrazas rancias, con mezcla de chinescos, dorados, palmeras y papagayos que hoy resultaría de lo más actual, digno de una portada de AD. Nos volvió loca la copa ladurée: un increíble helado de marron glacé -con trocitos- y crema chantilly, servido en unos cuencos de metal plateado como los que se ponían antes en las listas de boda. El metal, muy frío, mantiene el helado en su punto bastante rato, lo necesario para paladearlo sin prisas, siendo consciente de que una transgresión de este calibre hay que hacerla con algo que merezca la pena y disfrutándolo despacio.cuarto-de-maravillas-11-a

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7. En la rue St Antoine, junto a la iglesia de fachada neoclásica de St-Paul-St-Louis, hay que detenerse en una tienda de quesos de todos los lugares de Francia, donde los dan a probar, aconsejan – ¡qué difícil es decidirse!- y los envasan al vacío para poder transportarlos en el avión sin que te echen en mitad del vuelo. (Mi hijo y mi marido han aceptado así mejor que nos fuéramos sin ellos).

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8. Subir al Sacre Coeur en funicular, para ver todo París de un vistazo, y bajar callejeando por las calles adoquinadas de Montmatre, sorteando a pseudo-artistas trasnochados y aficionados al fútbol cerveza en mano, con camisetas de sus países, en muchas de las cuales cabría toda su selección.

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9. Contarle a mi hija, delante de las distintas versiones de la Catedral de Rouen, en el Museo d’Orsay, cómo se fraguó mi pasión por el arte, cuando, siendo una niña, pasaba las páginas de un viejo libro de fotografías de cuadros impresionistas que encontré en la biblioteca de la casa paterna.

10. Cenar sin prisas en Le Fumoir, local de moda junto al Louvre, casi tocándonos los hombros a un lado con unas señoras mayores, impecablemente vestidas y al otro con una pareja joven muy sofisticada (ella con pelo a lo garçon, botas mosqueteras y espalda al aire), sin importarnos demasiado esa excesiva cercanía, que se compensa con la escasa iluminación, la decoración y el tono íntimo de las conversaciones.

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11. Pasar un poco de miedo en los alrededores de Los Inválidos, en una ciudad tomada por diferentes versiones de Robocop, y notar cómo algunos gases te hacen pagar con lágrimas el creerte por un momento, cámara en ristre, que eres Pérez Reverte de joven.

Fotografías de Lucila Vidal-Aragón

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