¿De dónde viene la costumbre cordobesa de comer caracoles en la calle?

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En Córdoba, los caracoles son a la primavera lo que las gaviotas a tierra firme: el avistamiento de los tradicionales puestos repartidos por toda la ciudad indica que el invierno está a punto de despedirse para dejar paso al tiempo de las flores y las fiestas. Pero, ¿desde cuándo existe en Córdoba esta tradición caracolera?

Remontarse a los orígenes de esta costumbre culinaria es difícil, aunque a la hora de buscar al culpable originario suele aludirse a la época romana. Esto es así porque los romanos son la primera civilización de la que se tiene constancia testimonial de una crianza y consumo de caracoles: la «Naturalis historia» de Plinio el Viejo, una enciclopedia que pretendía abarcar todo el saber que la civilización portaba en el siglo primero, los cita como manjar.

En Córdoba, la tradición caracolera no ha sido siempre la misma. La historia de los puestos tal y como hoy los conocemos es relativamente reciente. Antes de que se extendiera esta tradición (que es, además de una afición gastronómica, un recurso económico para las familias que los gestionan) los cordobeses también comían caracoles. Eran vendedores ambulantes los que paseaban cantando el precio de los cuartos en las plazas, puerta a puerta e incluso a las puertas del tajo: dado su bajo precio, el consumo de caracoles se asociaba tradicionalmente a la clase obrera.

Ya en la década de los 60, eran solo unos pocos los puestos de caracoles que había en Córdoba, y para visitarlos había que trasladarse hasta el extrarradio de la ciudad. Ahora hay prácticamente un puesto en cada esquina (  este año son 41) y las casetas de hoy se han modernizado y tienen poco que ver con las de entonces. Tampoco es el mismo el animal en sí, ni el hábito de su consumo. ¿Ha escuchado alguna vez eso de que la temporada de caracoles cada vez dura más? Pues es verdad. Frente a los más de cuatro meses que se mantiene activa en la actualidad (desde finales de febrero hasta finales de junio), antes lo habitual es que los efímeros puestos duraran apenas dos meses en las calles.

La brevedad de ese plazo era uno de los grandes atractivos de la tradición, que es culinaria pero también comunitaria porque una taza de caracoles chicos no sabe igual de bien si no se comparte con un amigo el cubo donde depositar las conchas de los moluscos. Tampoco el «bicho» es el que era: en la mayoría de los casos no procede del campo sino de los invernaderos. Esta circunstancia le ha arrebatado todo el sentido a ese dicho tradicional que sentenciaba que los «caracoles buenos» son los de abril y mayo.

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