EL CULTO PÚBLICO
EL actual Código de Derecho Canónico, a diferencia del anterior, que definía a las Cofradías como Hermandades erigidas o aprobadas para el incremento del culto público, no habla expresamente de
EL actual Código de Derecho Canónico, a diferencia del anterior, que definía a las Cofradías como Hermandades erigidas o aprobadas para el incremento del culto público, no habla expresamente de Cofradías, sino de Asociaciones Públicas o Privadas dependiendo de su diferente relación con la autoridad eclesiástica. El canon 298 afirma que: «existen en la Iglesia asociaciones distintas de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica, en las que los fieles, clérigos, laicos o clérigos junto con los laicos, trabajando unidos, buscan fomentar una vida más perfecta, promover el culto público, o la doctrina cristiana, o realizar otras actividades de apostolado, a saber, iniciativas para la evangelización, el ejercicio de las obras de piedad o de caridad y la animación con espíritu cristiano del orden temporal».
Se mantiene, aunque se amplía notablemente, como uno de los fines principales de las Hermandades el culto público, que no hay que confundir con actos de culto externo. El canon 834 afirma que el culto público es «el que se ofrece en nombre de la Iglesia por personas legítimamente designadas y mediante aquellos actos aprobados por la autoridad eclesiástica». Este objetivo tiene hoy una interpretación que debe situarse en el marco de la renovación litúrgica del Vaticano II, viniendo a significar: el preparar, promover, coordinar, la participación y decoro, la animación y el buen desarrollo de las celebraciones litúrgicas y de los actos públicos y externos con ellas relacionados. Uno de estos actos públicos, no el único, son las estaciones penitenciales y las procesiones, que, como las describe el Ceremonial de los Obispos, «deben ser celebradas con la debida reverencia, porque expresan grandes y divinos misterios y, devotamente realizadas, alcanzan de Dios frutos saludables de piedad cristiana».
En numerosas ocasiones los obispos han manifestado la gratitud y el aprecio por la labor de las Hermandades en el fomento del amor a Dios y en la vivencia de la fe, pero también han indicado que este culto y devoción no pueden separase de la vivencia profunda y seria en el seno de la Iglesia. Entre estas últimas indicaciones podemos señalar las siguientes:
Liturgia y piedad popular (Secretariado nacional de Liturgia 1989): «La espiritualidad específica de una Cofradía se hará tanto más rica cuanto más se deje guiar por el espíritu que la Iglesia ofrece a todos los fieles en la vida litúrgica. La liturgia, en efecto, ayudará a participar en la vida sacramental y en las celebraciones y fiestas con que la Iglesia educa a los fieles y los introduce más profundamente en la vida divina».
Hermandades y Cofradías (Carta Pastoral de los Obispos del Sur de España, 1987): «Los cofrades, junto al fin peculiar del culto público, deben asumir las responsabilidades propias de toda la Iglesia [...] de tal manera que se ponga de manifiesto la unidad indisoluble de las dimensiones de la vida cristiana: evangelización, culto, caridad y comunión. Todas ellas constituyen el ser cristiano, de la Iglesia y de sus instituciones. La fe sin obras es palabrería. El culto sin fe se convierte en teatro. La caridad sin culto es filantropía. La comunión vaciada de su contenido teológico, es pura organización humana».:
Normas diocesanas para Hermandades y Cofradías (Arzobispado de Sevilla, 1977): «La correcta concepción del culto público por parte de los fieles que proponen erección de una Hermandad no puede reducirse al culto externo de una imagen, ni a la organización de procesiones...».
Visto lo anteriormente expuesto es necesario superar algunas contradicciones que, con mayor o menor frecuencia, se dan en la vida de nuestras Hermandades y que desvirtúan uno de sus fines principales: el verdadero culto público. Entre estas podemos señalar las siguientes:
Teniendo como fin principal el «culto público» muchos desconocen los grandes principios de la celebración litúrgica y sacramental de la Iglesia. Hay que seguir insistiendo en la formación o iniciación litúrgica elemental. No podemos conformarnos con celebrar actos cuyo contenido y significación muchas veces se desconocen. Celebramos en nombre y en comunión con toda la Iglesia. No es mi celebración particular, sino la de toda la Iglesia.
Siendo uno de los máximos objetivos del culto público la participación activa y consciente, externa e interna, del pueblo fiel, en las Hermandades casi todo se centra en la participación organizada y externa de sus miembros, o en la simple contemplación como espectadores de los actos de culto. La celebración no es sólo del que la preside o de los ministros ordenados, sino de todos los fieles. En la celebración no puede haber actores y espectadores, tampoco puede ser una magnífica puesta en escena con un numeroso cuerpo de acólitos, un magnífico coro, un altar bellísimamente exornado y, desgraciadamente, muchas veces con una pobrísima participación de los fieles laicos en las funciones que les son propias (valga a modo de ejemplo que muchas veces la Palabra de Dios no se proclama, sino que se lee de modo penoso, las moniciones y la oración universal o no se han preparado o se hacen de forma rutinaria, las ofrendas se quieren convertir algunas veces en un desfile de modelos o en la presentación de objetos que no tienen ningún significado).
Si las celebraciones de las Hermandades son «culto público», una de las preocupaciones es que ayuden a una participación externa e interna del pueblo de Dios que está presente, de manera que exprese y alimente su fe, y no sólo su admiración por lo espectacular.
Es absolutamente necesaria la coordinación y la armonía de las celebraciones propias de las Hermandades con las de la Comunidad Parroquial, de tal forma que se tenga en cuenta el ritmo del año litúrgico y sirvan para que todos puedan enriquecerse y educarse a través de dichas celebraciones y de los actos de piedad. El Concilio Vaticano II ya pedía que todas las celebraciones y los ejercicios piadosos se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la liturgia, que deriven de ella y a ella conduzca, ya que la liturgia es «la cumbre y la fuente» a la que tiende toda la actividad de la Iglesia. Celebraciones litúrgicas y salidas procesionales deben estar coordinadas, de forma que se facilite a los fieles su asistencia y fomente el fervor y la devoción de los participantes.
Para evitar una fijación en los elementos externos de la celebración interna o externa, las Hermandades deberían ofrecer a sus miembros una catequesis o una profundización en el sentido teológico de sus símbolos, comenzando por sus Imágenes Titulares, por el misterio que representan, por las insignias, las túnicas, el programa iconográfico de los pasos, el sentido de las velas y de las flores, de la propia estación de penitencia y su sentido. Se trata de ayudar a interpretar y comprender lo que aparece, la presencia del misterio invisible, el sentido oculto de la realidad. Pues, en realidad, la Hermandad con sus actos de cultos internos y externos está llamada a ser un «icono remitente» y «sacramento ambulante». Todo lo cual supone que sus miembros han comprendido y asimilado este sentido para poder transmitirlocon su actitud, recogimiento y estilo de hacer.
En los últimos tiempos han sido numerosas la iniciativas que tanto el Secretariado Diocesano de Liturgia, el de Hermandades y Cofradías, los Consejos de Hermandades, las propias Hermandades y las Parroquias han desarrollado, y como la respuesta no haya sido suficientemente satisfactoria, tenemos que seguir todos empeñados en continuar. Nuestro culto a Dios no es un mero acto externo, desvinculado de la vida, sino que nace de nuestra participación por el Bautismo del triple ministerio de Cristo, sacerdote, profeta y rey. Nuestra propia existencia es el lugar donde damos el verdadero culto en espíritu y en verdad a Dios, y toda celebración pública del culto de la Iglesia no es si no celebración del amor de Dios que transforma la vida.
Promover el culto público es nuestro fin; pero un culto auténtico, profundamente enraizado en la vida litúrgica, y por tanto alejado de aquel culto que tanto el profeta como el mismo Cristo denunciaron: «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón esta lejos de mí».
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