El
Establecimiento de los Omeyas
por Francisco Vidal Castro

Como una etapa más de la expansión del Islam bajo el
califato de la dinastía omeya de Damasco (661-750) se produjo la invasión y ocupación
araboislámica de la Península Ibérica que se desarrolló entre el 711 y 715. Con ello,
la Hispania visigoda se convirtió en al-Andalus, como reflejan ya las monedas de esos
primeros años, aunque también quedaron algunos reducidos núcleos cristianos refugiados
en las zonas más septentrionales de la Península.
Una vez finalizada la conquista,
al-Andalus pasó a ser una provincia dependiente del califato omeya de Damasco hasta el
año 756. Estos primeros cuarenta años de existencia se vieron sacudidos por la
agitación y conflictos que originaron las rivalidades existentes entre los distintos
grupos tribales y las luchas que enfrentaron a los grupos y sectores con poder militar,
como el valí de Córdoba, las divisiones militares sirias o las grandes familias árabes
de las Marcas fronterizas. A ello hay que añadir el malestar de fondo que generó el
desigual reparto de tierras entre árabes y beréberes en perjuicio de estos últimos,
quienes dieron salida a su descontento mediante los graves levantamientos que
protagonizaron, entre los que destaca la importante revuelta de 740. Estos conflictos
fragmentaron la unidad territorial y política del recién nacido al-Andalus.
En esta difícil situación se
instauró el emirato independiente, que se inicia en el año 756, tras la caída de los
Omeyas de Damasco y la masacre de la familia a manos de la nueva dinastía de los
Abbasíes (750-1258). Afortunadamente, de esa masacre consiguió escapar el nieto del
décimo califa omeya (Hisam) y logró llegar hasta la Península para convertirse en el
primer emir independiente de al-Andalus. Este primer emir no es otro que Abd al-Rahman I,
conocido con el sobrenombre de «el Inmigrado» y aunque no dejó de reconocer la
autoridad máxima y única en la comunidad musulmana que representaba el califa abbasí,
rompió los lazos de subordinación política al gobierno central de Bagdad, la capital
del imperio.
La fundación y consolidación de la
dinastía omeya se desarrolla en esta fase inicial del emirato y es obra de tres
generaciones sucesivas de emires: Abd al-Rahman I (756-788), su hijo Hisam I (788-796) y
el hijo de este, al-Hakam I (796-822).
La fundación del emirato y con ello
la dinastía exigió a Abd al-Rahman I una ardua lucha para hacerse con el poder, en manos
de las tribus árabes qaysíes. Para ello, el primer emir había buscado el apoyo de
clientes de su familia, de los clanes árabes yemeníes y de los grupos beréberes, lo que
le permitió desembarcar en Almuñécar en 755 y, al poco tiempo, controlar todo el
territorio gracias a su hábil política de aprovechar las rivalidades tribales que
dividían a los distintos grupos.
Sin embargo, una vez en el poder en
el año 756 debió realizar el proceso inverso: restaurar la unidad e integridad
territorial de al-Andalus y cohesionar los diferentes elementos sociales, étnicos,
culturales y religiosos para construir un estado sólido y establecer un poder central
único. Para ello, tanto él como los dos emires siguientes, su hijo y su nieto, emplearon
dos procedimientos: la fuerza militar y la organización administrativa. En cuanto al
primero, recurrieron a un ejército ampliamente basado en mercenarios extranjeros que,
además de efectuar ataques a los cristianos del norte y a los francos hasta que se
estabilizaron las fronteras a finales del siglo VIII, también sirvió para reprimir las
distintas revueltas y agitaciones de los clanes árabes, de los beréberes y, más tarde,
de los neoconversos hispanos o muladíes. En cuanto a la segunda, quizás el hecho más
influyente, ya para toda la historia de al-Andalus, fue la adopción «oficial» de la
escuela jurídica m'likí, a cuyos alfaquíes y letrados se les concedió un papel
político-social tan preponderante que lograron una gran influencia. Tras este primer
periodo de fundación y consolidación de la dinastía de los Omeyas en Córdoba, la
segunda fase del emirato independiente coincide con un segundo ciclo genealógico que
integran los emires Abd al-Rahman II (822-852), Muhammad I (852-886), al-Mundir (886-888),
Abd Allah (888-912) y los primeros años del gran Abd al-Rahman III (912-929), antes de
proclamarse califa. Prescindiendo del fugaz periodo de al-Mundir y de los primeros años
de Abd al-Rahman III, que podrían entrar en la siguiente fase, esta segunda se articula
en tres periodos de sendos emires en generaciones consecutivas.
Se trata de una etapa de maduración
y ajuste, de resolución de los problemas sociales y políticos de fondo que no están
resueltos y permanecen latentes debido a la fragmentación social y falta de cohesión
profunda entre los distintos sectores, algunos de los cuales todavía no están realmente
integrados.
Se inicia con una situación de
estabilidad y pacificación que se logra finalmente bajo Abd al-Rahman II. En ella se
impulsó la construcción del estado y se desarrollaron las estructuras administrativas,
además de iniciarse una proyección exterior en dos frentes: el primero hacia los reinos
cristianos y el segundo hacia el mundo islámico norteafricano. En el primer frente, la
política exterior omeya estuvo centrada en aceifas y campañas militares de castigo que
asediaron Barcelona y Gerona (828) y traspasaron los Pirineos puesto que llegaron hasta
Narbona (838), además de conquistar Tuy, León y Astorga (854), aunque también sus
enemigos cristianos tomaron Oporto, Burgos y Zamora al final del siglo. Pero los Omeyas de
Córdoba también establecieron relaciones diplomáticas con Bizancio para contrarrestar
la influencia abbasí. Con idéntico objetivo hicieron lo mismo en el segundo frente
mencionado, el norte de África, donde varios señoríos locales reconocieron la primacía
y autoridad omeya.
Pero la paz interior con que comenzó
este periodo se vio empañada por alguna revuelta menor -árabes en Murcia (823-830),
beréberes en Mérida (828-834)- y se produjo el famoso y mitificado movimiento de los
mártires mozárabes de Córdoba (850-862). Estos mozárabes, a pesar de gozar del pacto
de protección, provocaron a las autoridades musulmanas mediante repetidos insultos y
blasfemias en público contra el Profeta y el Islam con el fin de obtener voluntariamente
el castigo y el martirio. Sin embargo, el levantamiento que sí fue realmente grave y que
acabó convirtiéndose en una profunda crisis del poder político y amenazó seriamente la
unidad y pervivencia del estado fue el protagonizado por los muladíes, producido por
causas étnico-culturales y socioeconómicas. Fue una insurrección casi generalizada ya
que abarcó todas las marcas fronterizas (en Mérida, Toledo y Zaragoza, respectivamente)
y se desarrolló a lo largo del siglo IX aunque se agudizó en el último tercio del mismo
y comienzos del siglo X. Además de otros focos rebeldes dispersos por el sur y el
levante, especialmente importante fue la sublevación protagonizada por Umar b. Hafsun y
sus hijos en Bobastro, en las sierras de Málaga, desde el 879 y que llegó a ser
virtualmente independiente. Si ésta y las otras sublevaciones no acabaron con el estado
fue por la reacción de los grupos árabes y beréberes que fomentó el gobierno central,
motivada por la posición desventajosa en la que estos grupos estaban quedando con la
revuelta de los neomusulmanes, los mencionados muladíes.
En el año 912 Abd al-Rahman III
accedió al poder con tan solo 21 años y desde ese momento se inició el final de los
levantamientos y rebeldías que plagaban al-Andalus. Rápida y enérgicamente fue
sometiendo desde el primer año de su gobierno y a lo largo de los dos decenios siguientes
a los distintos enclaves independentistas del centro, sur, levante y poniente andalusíes
hasta llegar finalmente a someter la marca superior.
En este proceso de pacificación Abd
al-Rahman III supo combinar hábilmente el uso de la fuerza con el perdón y la
integración de los arrepentidos en la corte y administración central, politica que le
proporcionó fructíferos resultados y le aseguró la estabilidad del estado a largo
plazo. Ello le permitió el año 929, sofocadas ya la mayoría de sublevaciones,
fortalecido el gobierno central y en un momento de auge y prosperidad, adoptar el título
supremo de califa, toda vez que los Fatimíes en Túnez ya lo habían hecho en 909 con
manifiestas pretensiones expansionistas, pues es el título que sólo puede ostentar la
autoridad máxima en el imperio islámico. Al mismo tiempo, se despliega una activa
defensa ante los ataques de los reinos cristianos de León, Asturias y Navarra; las
ofensivas de ambos bandos, musulmanes y cristianos, junto con la actividad diplomática
cordobesa, se suceden y a mediados del siglo se llega con ligera ventaja para los
andalusíes. Posteriormente y bajo el califa al-Hakam II (961-976), esta ventaja militar
se reforzó con la supremacía política lograda por el aprovechamiento que los dirigentes
cordobeses supieron hacer de los conflictos internos de los reinos cristianos.
Tampoco olvidaron los califas el sur
y para frenar la tendencia expansionista en el Magrib de los Fatimíes (el califato
heterodoxo de Túnez y Egipto) y acrecentar su posición como tercera sede califal del
orbe islámico, Córdoba desplegó una activa política exterior hacia dos frentes de
influencia: Bizancio y el Norte de África. En la zona norteafricana y gracias a la
potente flota naval desarrollada por Abd al-Rahman III, combatieron la presión fatimí
mediante un protectorado constituido por una línea de plazas (Melilla, Ceuta, Tánger,
Tremecén) conquistadas entre 926 y 956, y por pueblos que reconocían la soberanía
omeya.
Tras la muerte de Abd al-Rahman, su
hijo al-Hakam II, hombre de letras más que de armas, alcanzó y mantuvo la cumbre del
poder político y militar a la vez que bajo su reinado se llegó al cénit del esplendor
cultural, económico y social en general. Córdoba se situó a la altura de Bizancio y
Bagdad, las dos ciudades más poderosas y civilizadas del mundo conocido.
Tras él, su hijo Hisam II (976-1009)
tuvo que ser tutelado dada su corta edad, lo que aprovechó Muhammad b. Abi Amir para,
tras una rapidísima carrera de maniobras e intrigas cortesanas, hacerse nombrar en 978
regente y chambelán, controlar el poder relegando al califa a mera figura de
representación y adoptar el título real de al-Mansur, Almanzor, «el Victorioso». Hizo
justicia a este título, pues dirigió personalmente más de cincuenta campañas
triunfales contra los reinos cristianos. Sin embargo, la base de este poderío militar de
Ibn Abi Amir iba a ser desastrosa para el futuro de al-Andalus, ya que el visir introdujo
una medida que, si bien le aseguraba a él y sus sucesores el poder, tendría graves
consecuencias. Esta medida fue la formación de un ejército de beréberes reclutados en
el norte de África y de eslavos que funcionaban casi como una guardia personal que no se
podían integrar en la sociedad.
Para alivio de los cristianos,
Almanzor murió en 1002 y le sucedieron en el cargo sus hijos Abd al-Malik (1002-1008) y
Sanchuelo (1008-1009). Este último, cegado por la ambición, cometió el grave error de
hacerse proclamar sucesor del califa Hisam II, cosa a la que ni siquiera su padre se
atrevió. Esto desató la reacción de los legitimistas y desencadenó las luchas
dinásticas que desembocaron en la guerra civil.
Durante este conflicto, se sucedieron
seis califas omeyas, todos ellos bisnietos de Abd al-Rahman III por diferentes líneas
familiares; a ellos hay que añadir los intermedios de tres seudocalifas de la familia
hammudí que tuvieron un limitado reconocimiento oficial, hasta que en 1031 finalmente fue
abolido el califato ante la irrecuperable situación de fragmentación de al-Andalus en
pequeños señoríos de taifas.
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