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VIDAS EJEMPLARES

Miguel, uno de los nuestros

Reconforta ver a un pueblo de floja autoestima volcado con su genio

Luis Ventoso

Lo de los literarios huesos ha estado muy bien como CSI castizo. Pero la proeza forense es casi lo de menos. Desde su libérrima atalaya de sabio, Francisco Rico, el filólogo de la edición más puntillosa de «El Quijote», incluso se permitió ayer la boutade de decir que el revuelo de la cripta de las Trinitarias es «una tontería». Tal vez lo memorable del ejercicio necrófilo haya sido ver al pueblo español, de tan fofa autoestima, celebrando con legítimo entusiasmo a su mayor creador. Cervantes abrió a lo grande telediarios, periódicos digitales, redes sociales. Un reconocimiento de la propia gloria, infrecuente en un país presto a magnificar sus problemas e infravalorar sus hitos. A ver quién soportaba a franceses e ingleses si fuese suyo el creador de la novela moderna y de dos paradigmas universales que se han fugado de las páginas para gozar de vida autónoma…

Aunque murió pobretón, mal reconocido, expresidiario, manco, flaco y con seis dientes, no se puede decir que España haya descuidado a Miguel de Cervantes. Al revés. En un país que da más pilotos de Fórmula 1 que filósofos, los tres de más hondura del páramo metafísico –Unamuno, Ortega y María Zambrano– meditaron con lucidez sobre Don Quijote. El escritor da nombre también al premio mayor de nuestras letras, el Cervantes (donde el jurado podía respetar un poco a don Miguel exigiendo más). Su obra es también obligada en las escuelas. Aunque me temo que no se puede endilgar sin más un tocho, escrito en castellano del siglo XVII, a unos adolescentes de mente caldeada por el brillo de los videojuegos y pretender que disfruten. «El Quijote» premia a su lector, pero exige esfuerzo e introspección (y una edición asequible para el profano, como la del maestro Andrés Amorós en SM). Recuerdo como una checa mi obligada lectura escolar y como un deleite el libre acercamiento adulto.

Nuestra cultura popular tampoco ha olvidado a Cervantes. Habita en el acervo del refranero. El alocado hidalgo ha sido hasta carne de dibujos animados. En el cine, Gutiérrez Aragón intentó dos series de fuste, la primera con Fernando Rey y Alfredo Landa. Existen rutas turísticas y es muy torpe la Barcelona oficial nacionalista por no aprovechar la justa en sus playas de Don Quijote y el Caballero de la Blanca Luna. Lo ningunean, solo porque da prueba –otra más– de la inevitable españolidad de Cataluña.

Queremos a Cervantes por ser uno de los nuestros. La incertidumbre económica que recorre su biografía nos resulta tan próxima… También su idealismo sin premio. Es algo tarambana, sí, pero tiene principios, su honor: enfermo en Lepanto, se sobrepone para subir a cubierta a combatir. La gesta lo deja lisiado. Nadie se la agradece. En tiempos de pavorosos secuestros islamistas, supone una curiosa pirueta de la historia su peripecia de cautivo en Argel, donde ve cómo sus captores berberiscos empalan a un mensajero al que ha enviado con una misiva de auxilio. Hemos volado a la Luna e inventado el fútbol, internet y la viagra, pero poco ha cambiado el mundo… Es nuestro también su humor, la única espada del vapuleado; su idealismo, su sentido de la justicia y hasta su semielogio de la locura, último refugio de la derrota.

El año que viene se cumplen los 400 años de su muerte. Una propuesta: ¿por qué nuestra televisión pública no descansa un poco de cocineros y concursos y filma una gran serie sobre la vida de Cervantes? Se nos ocurre incluso el guionista: o el venerable Pérez-Reverte, o Juanito Gómez-Jurado, que ya hizo asomar a un Cervantes verosímil en su novela «La leyenda del ladrón». Sería una formidable empresa cultural. Y exportable.

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