La Alberca
Así mueren los hombres
Aquilino Duque, uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, prefirió el olvido a traicionarse
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Esta tarde, Aquilino, tú sobre el puente verás pasar tu vida azul hacia el mar en tus horas bajas, esas que abren en el alma el surco, difícil de llenar, de los remordimientos. Y arderás como tu bandera en llamas, ya para siempre sin arena ... en el vaso de arriba. Y será tu propio eco el que recite tu destino: «Quemarte es desplegar / un fuego rojigualda». España siempre fue tu utopía, tu desvelo interior, tu grito sevillano de poeta romántico en la ciudad del limonero. Esa ácida soledad de tu tierra nativa te llevó siempre a rastras por el erial de la incomprensión. Eras demasiado sabio como para ser alzado en las andas de la mayoría. Tú tuviste la culpa de tu abandono porque en lugar de desaprender para estar más cerca de los demás, seguiste hurgando en el agujero de lo desconocido para ascender a la cumbre de la poesía española del siglo XX, te fuiste aislando de una sociedad mediocre que en lugar de pedirte perdón te acusó de huraño. Recuerdo ahora bien, casi como un toro que me estuviese comiendo el terreno, el poema que leíste en el Alcázar para honrar a tu amigo Romero Murube. Recuerdo, y tengo que perderle un paso al pitón del tiempo para evitar la cornada, que Manolo del Valle ya no estuvo aquel día. Y tú miraste a Joaquín Caro Romero, patricio que en su pelo blanco ha atrapado todo el aire lorquiano de la Roma andaluza, para deciros los dos últimos grandes poetas de Sevilla que aquella ausencia era el preludio de una esquela. Escogiste un poema de malvas, «En el cementerio del Suroeste en Barcelona», para empezar a despedir a Manolo desde las lápidas lejanas de Montjuic: «¡La muerte aquí, frente a esta augusta calma / del mar antiguo, en soledad sonora!». Hoy esos versos son para ti, tan puro siempre tras esa fachada de hombre desabrido, tan inmutable en tus ideas, tan conservador y tan rebelde. Fuiste una piedra con alma. Una buenísima persona impenetrable. Una soledad sonora.
Sevilla te castigó con el olvido. Te dejó sin atril, sin azulejo en tu casa, pero no pudo dejarte sin papel en blanco. Fuiste tú quien escribió que hay que buscar con la esperanza de no encontrarlo todo, que siempre hay que pararse a dos jornadas de la felicidad. Y en esa reflexión está resumida toda tu torería: siempre supiste darle la distancia exacta al dolor y siempre le ofreciste el pecho a la vida para pasártela muy despacio por el puente de la sangre. Y mientras te embestía la soledad, tú toreaste por soleá: «Reloj de arena tu cuerpo: / te estrecharé la cintura / para que no pase el tiempo». Eso quiero hacer yo hoy con tu niña de agua en esta alberca, estrechar tu cintura para perpetuarte en tu obra. Tú le dijiste al Cachorro que nadie es libre de morir su muerte y escribiste que la vida es estar a punto de llegar pero no llegar nunca. Y que sólo el que miente insiste. Por eso yo, que me pregunto quién pudo hacer que el último suspiro de tus labios se dé a cada momento en cada uno de tus versos, que siempre te leo como si estuvieses a punto de llegar y nunca llegas, que preferiste el olvido a la traición, sólo voy a decírtelo una vez: así se muere, Aquilino, así mueren los hombres.
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