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LA TRIBU

Anfiteatro de luz

Recorrías el perfil de la tierra porque no querías perderte ningún ángulo

Vista de la localidad de Aracena, en Huelva MILLÁN HERCE
Antonio García Barbeito

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Como si un traspunte te avisara, salías, libro en mano o en compañía de un cercano —o libro y compañía—, a buscar, primero, la grada alta del anfiteatro, para volver a mirarlo en toda su bella inmensidad. Recorrías el perfil de la tierra porque no querías perderte ningún ángulo, porque querías ver todo cuanto sucedía, no sólo en el escenario, en todo el anfiteatro, que ese es el único anfiteatro donde escena y gradas se confunden, porque en cualquier sitio puede la Mano improvisar una milagrosa acción, un mágico detalle, una inesperada reacción, entre actores o entre el público. Nada como aquello; no hay génesis que iguale a la visión de ese anfiteatro cuando la luz se vuelca, se vacía toda allí, en ese cuenco de la cuenca, y va descubriendo, al par que las viste, las bellezas pequeñas de la naturaleza.

Altos cerros albarizos donde zumban las colmenas y coge olor el tomillo. La mirada se derrama, con un sueño de gran angular, para meter en su asombro todo el ancho y profundo paisaje. Como un elemento teatral, como un atrezo urgente, a veces bajaba o subía el tren y se estremecían la tierra y las copas de los pinos cercanos, pinos viejos y volcados que parecen ensayar, desde lo más alto, un salto mitad de vuelo, mitad suicida. Todo era luz. Ante el espectáculo, ni te acordabas de abrir el libro ni la voz era capaz de hilvanar una conversación, sólo aisladas expresiones de asombro, sólo silencios que si acaso remontaban a un vuelo de susurros… La maravilla. Allá, en el lejísimos, algunos cortijos abriendo su mano blanca de cal entre los olivos; no tan lejos, huertas de naranjas y algunos calmos donde el verde empezaba a ensayar su oleaje, esa danza de celo frente al sol y los vientos; más cerca, la obra discurriendo, el río, ininterrumpido guión, seguro monólogo con tildes de cantos de pájaros y zambullidas de galápagos. Para ti, el anfiteatro de la vega, esa belleza que lees de memoria, porque si su tierra fría te calzó la adolescencia, más tarde te regaló el milagro de su belleza echada, complaciente, viva, como agradecida. Caminos, sendas, laderas luminosas, luminosos verdores, perfiles únicos, único silencio y sonidos únicos… Río, tren, luz, aire alado… Siempre que, como un traspunte, la Mano se acerca con el melampo de una mañana encendida, te asomas, desde arriba, a ese anfiteatro. Has visto estrenos de riadas, de tormentas, de primaveras únicas, de obras de veranos incendiados y de blanduras que parecían nevadas. Es tu escena preferida. Tanto, que una vez me dijiste: «Tengo en esta vega / toda la mirada. / Aunque no la vea, / moriré mirándola.»

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