La tribu
Pinares
Es una pena que no llueva, sí, pero es peor el chaparrón de miserias humanas que cae sobre el pinar cada vez que viene alguna gente a pisotearlo

La mañana es fría como el beso de una estatua, pero allá arriba es impecablemente azul, como si le hubiesen encargado el cielo a Murillo. La luz que habita la mañana, la luz que se enreda entre los pinos y los lentiscos como un capricho ... de oro, también parece salida de cualquier pincel sevillano del mejor siglo de la pintura. Es fría la mañana, y seca, cruda. El pinar daría gustoso algunos de sus hijos por un temporal que obligara a finales de diciembre a aprender a nadar para salvarse de los charcos y las lagunas.
El camino, tres o cuatro veces interrumpido —dos coches, un ciclista, unos senderistas—, tiene la claridad de los caminos que se conocen —«Acogedora como un viejo camino», dice Neruda—, pero hay detalles que te duelen. La rueda ha desmontado estos pinares, dondequiera que entró. No hacen falta ya las viejas cuadrillas del monte que venían a rozarlo. Donde la rueda pasó no crece la yerba. Y sigue pasando, y ocupando cada vez más espacios, no se conforma, insatisfecho caucho rodante. Podrías ir pendiente de los primeros espárragos, o de la posibilidad de entrever, a los pies de un pino, medio oculto con el alhumajo, los níscalos que sabes que escasean este año; te encantaría, como a todos los del lugar, divisar ese paraguas rosado que lleva toda la vida alegrando la mesa otoñal de los paisanos. Podrías ir tratando de ver algo de lo dicho, espárragos o níscalos, pero te quedas penosamente asombrado al ver cómo la canallada sigue ejerciendo su asquerosa maldad cada vez que visita estos pinares, en coche, a caballo, en charré, en bicicleta, en carreta, en tractor, andando… Recuerdas, inevitablemente, cuando pisaste, niño apenas, estos pinares por primera vez: sólo divisabas la flor de la jara, el azul del romero, el verdor penetrante, el fruto del arraigán, la belleza frutal de los madroños maduros. Y el olor, el olor a resina o a humo de boliche, o a solera de hoguera de cisquero. En el suelo, si acaso, cagarrutas, de cabras o de conejos. Y el vuelo del pájaro, en paz. Hoy, envases de plástico, bolsas de plástico, papeles, envolturas, latas de bebidas… La mierda que a la mala gente le rebosa de los bolsillos del alma, allí, ajando el pinar. Cuando conociste estos pinares, los hombres que lo cruzaban venían de aserrar troncos o de coger piñas; hoy, el coche con el que te cruzas viene de recoger —lleva cuatro o cinco bolsas enormes en la parte de la carga— las miserias humanas de un domingo, o no, en los pinares. Te da pena. La mañana sigue tan fría, tan luminosa, tan transparente, tan de oro y, allá arriba, tan azul. Es una pena que no llueva, sí, pero es peor el chaparrón de miserias humanas que cae sobre el pinar cada vez que viene alguna gente a pisotearlo.
antoniogbarbeito@gmail.com
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