LA TRIBU
Sardinas
He visto a algunos ricachones comer sardinas como si comieran pecados mortales asados, cuasi a escondidas, como no queriendo ser ellos

El verano nos iguala en muchas cosas, si compartimos el mismo espacio. Me decía un amigo que eso mismo pasaba en la Semana Santa, vestidos de nazarenos, que la túnica y el antifaz los igualaba a todos. Sin entrar en discusiones, digamos que sí, pero ... el verano es otra cosa, porque se ve más, se nos ve más. Y no es lo mismo ir vestido de nazareno que en bañador, ni es lo mismo un paseo por las calles de la ciudad que por la orilla de la playa, cuando la bajamar. El mar iguala. La arena misma iguala, uniforma, impone su gobierno: una toalla, una sombrilla, una nevera —o sin nevera—, un bronceador, un sombrero… Una vez vi en la playa al director general de una empresa de renombre en España y me dijo que una y no más, que eso de andar allí en bañador, que lo habían pisado en el chiringuito, que el camarero le espetó un «¿Y tú qué vas a querer?», sin saber que era hombre de despacho con seis antesalas, diez secretarias, dos secretarios, mayordomo, dos coches de muchos millones y otros tantos chóferes, y aquello le dolió mucho, se duchó, se vistió y se volvió a la capital a que lo nombraran con excelencia.
La sardina nos iguala mucho, porque rara es la persona, de abajo o de arriba, a la que no le gusta, y aunque el marisco es el marisco, una sardina en verano, asada —o un espeto malagueño, ese sabrosísimo xilófono con escamas—, es un manjar. Y hay que mancharse los dedos, y hay que beber cerveza, y hay que acompañarlo todo con unos tomates aliñados —otro golpe de gobierno proletario—, y eso, el que quiera probarlo, tiene que hacerse igual con los curritos del veraneo. He visto a algunos ricachones comer sardinas como si comieran pecados mortales asados, cuasi a escondidas, como no queriendo ser ellos, tan hechos, ya ven, a manejarse bien con los alicates de las cigalas y los pinchos de las cañaíllas, que eso sí que es mancharse, y no las sardinas. La sardina es como ocasión pobre pero hermosa; como el capricho de los parias que arrastra voluntades de todas las escalas sociales. Y una tentación irresistible les tiembla a algunas manos hechas a ostras y percebes, bogavantes y centollos; una tentación de dar un salto proletario y disfrutar del manjar de unas sardinas frescas, grasientas, bien asadas, de esas que te dejan su olor encima todo el día. Ahí están las sardinas, que si costaran a cien euros el kilo muchos presumirían de comerlas, pero como sigue siendo un pescado barato, se mantiene con ese olor a pobre y a candela, a verano de bolsillo con agujeros, a mesa de gente que sabe que hay placeres que son de dioses, aunque se prodiguen en el paladar de los humildes, en los chiringuitos de moscas y voces. Exquisitas, sabrosas, deseadas sardinas.
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