Tribuna Abierta
«Una mihiya má»
Escribe uno de los «defensores» del «acento andaluz» que se siente orgulloso de «comerse» la –z de andalú, «sabio rasgo de economía lingüística»

Hace mucho tiempo que Manuel Alvar, padre de la dialectología andaluza, escribió que, aunque ni uno solo de los rasgos fónicos que diferencian al andaluz del español septentrional es exclusivo (todos se pueden oír en Extremadura, Murcia, Canarias o América), en Andalucía algunos han logrado ... una notable altura social, de manera que los practican por igual tanto los señoritos como los jornaleros. Aparte de que hoy hay que buscar a los primeros con lupa, y de que la instrucción de los segundos (cuyo número ha ido menguando) no es equiparable a la de hace más de medio siglo, no es difícil saber en qué estaba pensando: sesear (pero no es más «prestigioso» que distinguir sensó[r] de censó[r]), «aspirar» la –s (hihtórico), y poco más.
Sin embargo, más que lo común entre hablantes de estratos socioculturalmente diferentes, puede ayudar a obtener un retrato idiomático cabal de la Andalucía actual lo que retrocede. Y digo ayudar, porque no es la pronunciación la cámara fotográfica única, ni siquiera la más relevante, que debe emplearse.
Los andaluces –se dice- tienden a «comerse» o «alterar» sonidos, lo que no ocurre en otras (¿cuáles?) variedades del español ¿Por qué? No tengo la respuesta, pero, desde luego, no porque sean más «perezosos», pues no cuesta menos «esfuerzo» decir cahco (o cacco) que casco. Además, también se les atribuye lo contrario, ser derrochadores, repetir -con escasas variantes- una misma secuencia: ¡a mí vah a vení tú a desirme lo que yo tengo q´asé, a mí no me dise lo que yo tengo q´asé ni tú ni nadie!
Lejos de «igualar» a los andaluces, la reducción o modificación de sustancia fónica los separan, pero no porque se encuentren más o menos alejados geográficamente, sino por acentuar la brecha vertical o sociocultural. Veamos lo que pasa con mihiya, que se oye por toda la región (también, aunque mucho menos, mijica, mijina, el aumentativo mi[g][a]hón…). Para empezar ¿cuántos reconocen que se trata de migajilla, doble diminutivo, pues migaja ya lo es de miga? Su distanciamiento semántico del término base ha favorecido la diversidad de usos: écheme uhté una mihiya má; échate una mihiya máh p´ayá; hago tó ehto pa´htá una mihiya me(h)ó... De buena gana convertirían algunos una mihiya de ná en bandera lingüística de la Comunidad Andaluza, en lugar –o además- del sobado no ni ná.
Si lo específico del lenguaje humano es combinar y disponer unas pocas unidades sonoras sin significado para lograr las que sí lo tienen (paso/sopa; cohone[s]/cahone[s]), podría decirse que en los andaluces (al hablar, no al escribir) se advierte un cierto grado de des-articulación. Imposible prever en qué medida, pues hay grandes diferencias entre unos y otros y según la situación. La relajación o/y destrucción de algunos sonidos no suele llegar a poner en peligro el descifrado del contenido. La secuencia pa bebé fue interpretada como ´para beber´, cuando se trataba de ´para bebés´, pero ningún problema provoca la «eliminación» del 50% del material sonoro en tó[do] pa[ra] ná[da], que no se da, ni mucho menos, sólo en Andalucía.
¿Por qué, entonces, la fonoelipsis (que no fonofagia, pues los sonidos no se «comen», sino que dejan de pronunciarse) no va a más, sino a menos? Como nadie corrige un hábito articulatorio si no ve ventajas, sólo a razones sociales cabe atribuir el que cada vez más andaluces y en más intercambios verbales moderen (no «repriman») una inclinación que siempre es aducida para caracterizar el habla andaluza. Los usuarios adaptan su comportamiento a las circunstancias del entorno, y optan –cada vez son más los que pueden hacerlo- en cada ocasión por la dicción más acorde al tipo de comunicación en que participan.
No estoy diciendo que se vaya a «recuperar» migajilla, pero sí que cada vez más se prefiere recurrir a expresiones que, como (un) poco o algo, carecen de pedigrí regional.
Escribe uno de los «defensores» del «acento andaluz» que se siente orgulloso de «comerse» la –z de andalú, «sabio rasgo de economía lingüística». Aparte de recordarle que la mayoría de los hispanohablantes no pronuncian habitualmente ni esa ni otras consonantes finales (Madrí, reló, comé…), por lo que está incurriendo en una «apropiación indebida», le pediría que respondiera a preguntas sencillas: ¿es mejor no pronunciarlas? ¿por qué se juzgan negativa o positivamente unos hábitos articulatorios? ¿quién(es), cuándo, cómo y por qué está(n) legitimado(s) para jerarquizarlos? ¿por qué ha de ser preferible –o superior- lo «propio», y considerarse deslealtad, incluso traición cualquier acomodación a lo tenido por (pero no lo es) «ajeno»? ¿de verdad hay hablantes de otras variedades que tratan de imponerse y avasallar a los andaluces, que tienen que defenderse?
Ya se ve que para conocer la «altura social» alcanzada por cada hábito articulatorio y no opinar a la ligera sobre la conducta lingüística oral de los andaluces, hay que indagar una mihiya más.
Antonio Narbona es catedrático emérito de la Universidad de Sevilla
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