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ECONOMISTA EN EL TEJADO

Capital y trabajo

La etiqueta de «anticapitalismo» contiene el rechazo a la propiedad privada, la negación de la libertad y el cabreo antisistema

Imagen de Wall Street ABC
Manuel Ángel Martín

Manuel Ángel Martín

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MÁS moral que el animoso alcoyano hay que tener para abordar en un artículo de menos de 3.000 caracteres con espacios un asunto históricamente arrastrado por ríos de tinta, vendavales ideológicos y tormentas simbólicas, pero aquí me tienen caído en la brecha entre capital y trabajo. Al borde del dominio de los robots, de la digitalización completa y de la longevidad garantizada, el denominador común de todo progresista, utopista, feminista, ecosocialista y demás «istas», sigue siendo el anticapitalismo, lo que al menos despierta la curiosidad por el valor sintético y emblemático del «capital». De siempre ha constituido con el trabajo una simplificación meritoria de todos los factores de producción, pero ahora parece que es sinónimo de la «realidad» circundante, de la sociedad actual, y quien no le gusta o le va mal se define como anticapitalista. El trabajo se presenta etimológicamente como un tormento («tripalium»), un castigo («con el sudor de tu frente») que actuando sobre la naturaleza obra el milagro de satisfacer necesidades y de materializarse en equipos e instrumentos que reproducen el proceso. El austriaco Böhm-Bawerk pone un ejemplo simplicísimo: un tipo va todos los días a por agua con un cántaro a una fuente distante hasta que decide abstenerse, no ir andando, y emplear el tiempo en construir un canal que le acerque de continuo el líquido elemento. Ingenio, capital y productividad, aparición del ser humano como creador de instrumentos y transformador de la naturaleza. La apropiación de los resultados genera teorías, conflictos, injusticias y desigualdades, y da lugar al concepto de «explotación» del hombre por el hombre, fenómeno cargado de relativismo valorativo: en estos momentos, no menos de tres mil millones de personas en el mundo desearían ser «explotadas» al modo andaluz, español o europeo. Que el capital en todas sus múltiples formas y acepciones (físico, inmaterial, financiero, humano, social y otros) es un buen invento lo acredita cualquiera, Marx y Engels incluidos. Una determinada cantidad es necesaria en las empresas y en la sociedad para acometer tareas nobles y prestigiadas como son la innovación, la protección del medio ambiente, la productividad o el crecimiento, ya se trate de capitalismo de libre mercado, de estado, americano, chino, soviético o japonés. Todo lo anterior, tan simple, lo saben bien los de Podemos, «mareas» y compañía, pero eso no quita para que señalen al capitalismo como culpable por defecto de todo mal que ocurra, sin atenuantes ni mezcla de bien alguno, ya sea de la muerte accidental de un inmigrante, de la contaminación o del choque de civilizaciones que diría Huntington. Siendo así debemos entender que la etiqueta de «anticapitalismo» es una envolvente que contiene el rechazo a la propiedad privada, la negación de la libertad y el cabreo antisistema, todo junto y revuelto en un elaborado discurso demagógico.

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