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Comparaciones

Ahí, entre exageraciones y comparaciones, empezó a nacer, a nacerte, el asombro de las palabras

La poesía, siempre presente a la hora de buscar las palabras ABC
Antonio García Barbeito

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Aquella gente podía tener más o menos cultura, más o menos mundo vivido, pero tú observabas que sabía lo que decía y, sobre todo, que comparaba muy bien. Te admiraba los elementos que usaban, cómo su universo más íntimo era un diccionario del aire y, sin que tú pudieras imaginarlo todavía, un manantial del que salían, sin voluntad del hablante, riquezas literarias. A veces también salían palabras que arañaban la conversación, la manchaban: blasfemias, tacos y expresiones equivocadas. Pero a ti te admiraba todo, incluso la capacidad de exagerar —apareció la hipérbole— en la voz de algunos hombres, que tomaban lo más cercano para formar expresiones: «A ver si consigo que no me engañen más, que tengo más palos encima que un macho vara resabiao…»

Te llegaba la exageración, y todavía nadie te decía que era la hipérbole; y te llegó la primera metagoge —que no sabías que existía una palabra tan gutural— y, aunque te gustó, creíste que era chanza del hablante: «A ver si llueve ya de una vez, que está la tierra pidiendo agua a gritos…» ¿Hablaba la tierra? Ahí empezaron a llegar a tus oídos los tropos, que tú no sabías que eran tropos. Pero te gustaba. Por eso, aquel día del viento en los chopos le dijiste a tu padre: «Los chopos suenan como el bardo de lata de la Sorda del Chulito…» Un día, tan niño tú, al pasar para el juego, camino de la Fuente Vieja, el viento movió las tapaderas de latas de tomate de aquel bardo, ensartadas con alambre unas con otras, y un sonido de crótalo o pandereta se te quedó dentro. Y cuando aquel verano el viento se metió en los chopos y provocó que temblaran todas las hojas, como ensartadas en las ramas, le dijiste aquello a tu padre. La gente comparaba, pronunciaba metáforas aprendidas o las inventaba: «Niño, que tienes menos vergüenza que un perro bajo el rabo…» Hilabas lo que había dicho aquella mujer y lo juntabas con lo que le habías oído al paisano que andaba tratando de arreglar algo que tenía un tornillo pequeñísimo: «Esto es más entretenío que comerse una graná…» La gracia de alguna gente también aportaba ingenio lingüístico, como la del paisano que llevaba tres horas de pie, en su casapuerta: «Aquí estoy, que mi mujer salió hace más de dos horas y no sé si ponerme luto o colgarme un cencerro…» No eran poetas, pero andaban un camino muy parecido al de los poetas que creaban metáforas, que si Miguel decía «quiero escarbar la tierra con los dientes», aquella muchacha que lloraba por el novio ahogado en el río, gritaba: «¡Que me entierren contigo…!» Ahí, entre exageraciones y comparaciones, empezó a nacer, a nacerte, el asombro de las palabras.

antoniogbarbeito@gmail.com

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