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LA TRIBU

Cruces de mayo

Almonaster es una belleza desde sus pies a su frente, desde su alto cielo a sus aguas

Montaj de curces de mayo RAFAEL CARMONA
Antonio García Barbeito

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Tiene por su pueblo, Almonaster la Real, una querencia cuasi de animal —de animal—: por su familia, por sus paisanos, por el paisaje deslumbrante y poderoso de la sierra, por la gastronomía, por todo lo que se mueve allí, todo lo que se cimbrea en las ramas del aire cuando toca hablar de un folclore tan arraigado como el de las Cruces de Mayo. Todo lo que allí se mueve, lo mueve a él; todo lo que allí se levanta, a él le levanta la sangre, la alegría, la emoción. Con una guitarra entre los brazos se convierte en el más romántico contrabandista de historias que guarda, a puñaditos, en los cinco versos del fandango. Hay dos Cruces en su pueblo, sí, la de la calle la Fuente y la del Llano, y él respeta lo que no es de su querencia, pero hay que dejar claro que es callefuentero en la hermosísima cultura popular del pique de Cruces. Habla de su pueblo como de la más delicada belleza de la comarca, y aunque le reconozco la desbordada pasión en cada piropo que le echa a lo suyo, también reconozco que tiene razón: Almonaster es una belleza desde sus pies a su frente, desde su alto cielo a sus aguas, allí donde cantan fuentes y arroyos. Y coronándolo todo, por encima incluso de la espectacular mezquita, un nombre santo: Santa Eulalia. El otro día, hablándome de las Cruces y de la Romería de la Santa, me dijo algo que me pareció impropio de un chaval de su tiempo: «Cuando acaba Santa Eulalia, no te imaginas la depresión que me entra…»

Mi amigo tiene ahora tres veces la edad que yo tenía entonces, cuando el romero empezaba a secarse en una mañana, a los pies de la Cruz de Mayo de mi calle. El romero que había venido, cantado, en las manos del Romerito, era más que un olor, más que un color, más que la floral genuflexión de los pinares ante el símbolo cristiano; aquel romero que se secaba era mi alegría, mi ilusión, mi entusiasmo de chiquillo que acababa de vivir cuatro días de Cruces, de tamborilero, de niñas bailando, de coplas que siguen ahí, en los lejanos patios de la primera memoria, del color de mayo completando cielos y limpiando aires, de las amapolas en las tapias, de palos blanqueados y vestidos con cadenetas de ramas del monte, aquel olor de la plaza que parecía emanar de la Cruz, aquella belleza de forja que nos convocaba. Noches de primera gaseosa, de altramuces «salaítos y durse…», quizá de un pastel de crema, quizá del primer mantecado helado… Me alegra saber que no era exclusiva aquella tristeza mía, y entiendo —y me da vida— que hoy, cincuenta y tantos años más tarde, aquella tristeza anida en un muchacho que se queda sin ánimos cuando acaba Santa Eulalia.

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