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MEMORIA DE DICIEMBRE

Domicilio

Diciembre, mágico y frío domicilio de La infancia. Y esperanzador, y con esquinas de ternura y asombros

Niños juegan a tirarse bolas de nieve ICAL
Antonio García Barbeito

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Hay un tiempo —me dices— donde vive la adolescencia, y un tiempo donde vive la juventud, y un tiempo donde vive la primera imagen de la madurez. Y un tiempo donde vive la niñez, donde mejor se siente. Así me hablas, esto me dices, a mí, que tengo un facsímil de tus años, copia exacta, que entre tú y yo había apenas el papel carbón del aire que nos iba calcando la vida a los chiquillos que jugábamos más horas que tiene el reloj. Podría decirte, con el cariño que da la vieja amistad, aquellos versos de Whitman de «Canto a mí mismo»: «…Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti, / porque lo que yo tengo lo tienes tú…» Es cierto, casi toda la infancia la tenemos en común, porque comunes eran entonces casi todas las cosas para los niños del juego, desde el recreo a la noche que por los días de diciembre se venía encima como un chaparrón de oscuridad.

Si la adolescencia tiene escriturado a tu nombre y al de aquella muchacha un patio con ambigú, una canción y un baile que parecía el ensayo del esqueleto de un abrazo, cuando el verano era una grillera de niñas por el paseo comiendo pipas de girasol y, en algún guateque, un emboquillado alhajando los dedos pegajosos de una Fanta de naranja, la infancia, que tiene labios con sabor a ganas de helado y la lengua roja, verde o amarilla de los polos de nieve, se te va por el verano y te cabe en una alberca de agua fría, cuando la tarde se hace un pan caliente en la memoria, o un río —el único río importante de tu vida— que refrescaba las sábanas de sus aguas para abrazarte; y una era, cuando los bieldos rayaran el aire como si fueran a convertirlo en un cuaderno de muestras. La infancia, por el verano, sí. Pero también por el invierno, o por el otoño alto que empezaba a ser invierno. Cuando llegan estos días y las tardes meten sus manos indiscretas en las cajas donde guardas las figuras —idas unas, rotas otras, mudas la mayoría— que tanto tiempo formaron tu paisaje de la Navidad, es cuando te das cuenta de que la niñez que en el verano se te puso feliz de chorros de aguas y de ciruelas, felizmente roja de sandía, ahora se te entristece con el azúcar no dulce de los dulces, pero es una tristeza que te alimenta, sin la que no podrías vivir, porque sin esa tristeza nada de diciembre sería lo que es; es más, puede que no sea tristeza sino ternura que, al emocionarte, la llamas tristeza. Diciembre, mágico y frío domicilio de La infancia. Y esperanzador, y con esquinas de ternura y asombros, junto a esta luz que será siempre una fruta que sabe a niño preguntando dónde echa Dios los días que van pasando…

antoniogbarbeito@gmail.com

Este artículo fue publicado el 8 de diciembre de 2013

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