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Pásalo

Georgie Dann

La única prohibición de aquellos veranos era ser un cenizo

Georgie Dann en una de sus actuaciones ABC
Félix Machuca

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Esta semana enterramos treinta veranos de golpe. Los de los treinta, ochenta y noventa. Treinta veranos de sudorosa juventud, de divertidos derrapajes entre la inconciencia y la felicidad, incansables al desaliento de noches más humosas que la Sierra Bermeja de este verano, pasando del Hotel ... California a aquella mujer de Los Ángeles que cantaba Jim Morrison. Treinta veranos que hoy son cenizas, epitafios y crisantemos en algún lugar de la eternidad. Georgie Dann no tenía nada que ver ni con Morrison ni con los Eagles. Su música no era para exquisitos del vinilo ni para oídos de doctoral exigencia roquera. Lo suyo era un puro divertimento, una camisa de flores con palmeras hawaina y un chimpún reincidente que, vencida la timidez por una rubia bien fresca y tirada al coleto, la empapabas bailando el bimbó para que no se te escapara aquel pibón que se movía en el centro de la pista con la seguridad de las hermosas y la sensualidad de su género. Esta semana hemos enterrado todo eso. Y mucho más. Porque cada canción que compuso con su melenita de vacilón de extrarradio, chaqueta de pedrería y una pajarita de orquesta de caseta bien de feria, era en sí mismo el verano. Yo creo que el verano no llegaba a España hasta que Georgie Dann no ponía el carbón en su barbacoa, que luego se encargaban los 40 principales en proclamarlo. No era solo un músico de discoteca playera ni de banda de crucero. Era, él mismo, con sus claves de sol y corcheas en bikinis, el verano. Todo el verano.

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