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ECONOMISTA EN EL TEJADO

Gastos fin de agosto

Ante la incapacidad política sólo cabe empobrecer a los ricos y darle a la famosa «máquina de hacer» billetes

En la imagen, monedas apiladas ABC
Manuel Ángel Martín

Manuel Ángel Martín

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Una banda de ocho personas (más el jefe, el «Profesor») asaltan la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre —la ceca española— con la insana intención de tomar rehenes y permanecer en ella fabricando billetes de 50 euros hasta alcanzar la bonita cifra de 4.600 millones, una buena ayuda para llegar a fin de mes. La ficción corresponde a la serie «La casa de papel» (Money heist), la española más descargada de la plataforma Netflix, 15 capítulos de entretenimiento que en agosto ayudan a huir de levantes y calores. Desde que se estrenó el año pasado, la serie ha seguido un irregular camino hasta que el éxito internacional le ha sonreído, y no es éste el lugar para hablar de su calidad ni de sus aspectos formales, políticos o éticos (quiénes son los buenos, quiénes los malos), sino para comentar aspectos económicos que son siempre de dispar interpretación por tirios y troyanos. En uno de los dramáticos enfrentamientos entre el «profesor» y la comisaria responsable de la gestión policial del asalto (una tensa historia de amor con final que evoca parcialmente al «Silencio de los corderos»), el líder de la banda desarrolla en dos minutos un compendio de excusas macroeconómicas: el dinero (papel moneda) es sólo papel, el que ellos imprimen no está en circulación y no es de nadie, el Banco Central Europeo «sacó de la nada, como estamos haciendo nosotros, 171.000 millones en 2011, 180.000 en 2012, 145.000 en 2013», y todo fue para los bancos y los ricos «y nadie dijo que el BCE fuera un ladrón»; «y lo sacaron de la nada, de la nada, como nosotros». Lo llamaron «inyección de liquidez», que es lo que dice el «cerebro» del plan que están haciendo ellos, sólo que a través de nueve criaturas desesperadas pero atrevidas que contribuirán a la mejora de su demanda agregada. No me digan que el «caso» no merece un lugar en cualquier escuela de negocios para ilustrar y debatir múltiples aspectos de política económica.

Por ahora sirve para compararlo con lo que significa el incremento del déficit (y de la deuda), la ruptura de la senda y del techo de gasto, o las subidas de impuestos que se fundamentan en la falacia de que los gobiernos gastan más eficazmente que los particulares. La tesis defensora del gasto público afirma que hay que «cebar la bomba» de la economía privada para que luego trabaje sola, tesis que repite también Trump aunque su impulso resida en la bajada de impuestos. Se supone que en la bomba impulsora, entra el agua del gasto y salen en torrente los empleos, sin tener en cuenta la oferta: qué se produce, cómo se produce y quién produce. Y del turismo y agroalimentario no salimos. Esta economía de demanda precaria y temporal que olvida el lado de la oferta, no puede pretender crear empleos fijos y de calidad. Ante la incapacidad política sólo cabe empobrecer a los ricos y darle a la famosa «máquina de hacer» billetes. Y así se termina como Turquía o Venezuela.

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