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Mal gusto en agosto

Agosto es un período de carnes al aire, chándal, falsas bermudas, chanclas, comida basura, y hasta viajes que nos hacen felices

"José Luis Garci decía que el cine kitsch estaba al servicio de la estética de la mentira y del populismo" ERNESTO AGUDO
Manuel Ángel Martín

Manuel Ángel Martín

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Perdonen la cacofonía («gusto/gosto») pero para terminar el mes no puedo evitar referirme a algo sobre lo que sí hay mucho escrito, o sea los gustos, y que en agosto tienen su peculiaridad y su exceso. En este período veraniego y vacacional me vuelvo algo más frescachón para hilvanar estas líneas. Relaciono agosto con caracteres propios de «mi» estación, y este año lo he hecho con los nombres (nominalismo), con la llamada (efecto) y con la memoria (la histórica y las otras). Ahora me atrevo con esto de los gustos, antes de volver a subir al tejado desde donde vengo observando habitualmente la subida de la marea socioeconómica que nos está llevando hasta «ubi sunt dracones». Para empezar con un toque pedante les remito a Bourdieu y sus disquisiciones en 1979 sobre «La distinción. Criterios y bases sociales del gusto», o sea el filósofo combatiendo la negación de lo social en algo tan rabiosamente individual. Creo recordar que la «distinción» resultaba dependiente de la educación, del estatus social, de la profesión del padre y de otras variables sociales, lo cual me llevaba a mi a concluir que los ricos tienen mejor gusto que lo pobres, que a los pobres les gusta «Ojos verdes» y «El Poromponpero» y a los ricos «Nessum dorma» y «El clavecín bien temperado», y es que hay gente para todo. Reconozco que mi bibliografía al respecto se ha quedado estancada y es que no he podido despegarme de Dorfles, Eco, Marcuse, la «opera aperta» y la «represión sobrante», como tampoco he conseguido hacerlo de la Constitución de 1978 y de la gloriosa Transición. Y todo por lo mismo: porque no he encontrado nada mejor.

Hablar de mal gusto es referirse a lo cursi, a lo pretencioso, a lo vulgar, a lo hortera, a lo falso, y finalmente a lo «kitsch» que ya es ubicuo e indistinguible no solo en el arte. Un concepto tan difícil de definir como fácil de reconocer, y desgraciadamente intrínseco a la cultura de masas, a las aglomeraciones gregarias tan propias de agosto. Será cosa de la latitud, de la temperatura o de las variadas globalizaciones (que ahí no entro) pero lo cierto es que en espectáculos, indumentaria o actividades, agosto es un período de carnes al aire, chándal, falsas bermudas, chanclas, comida basura, y hasta viajes que nos hacen felices. Allá en mi época de los setenta, José Luis Garci escribía sobre el cine kitsch y lo situaba al servicio de la estética de la mentira y del populismo. Una forma de pasar el rato, sin pensar ni sentir, unas pelis que no muestran la realidad sino lo que deseamos que parezca real. De ahí a dar el salto a lo kitsch en política sólo exige abrir los ojos ante los disparates en los que agosto ha sido pródigo. La política en uso nos retrotrae al peor cine de Cifesa, a la propaganda de las democracias populares, a la sociedad prejurídica, a los reinos de taifas, a la economía ficticia. Todo ello entre «gadgets» y abalorios posmodernos. Puro kitsch.

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