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LA ALBERCA

Lazarillo y el ciego en el congreso

El problema es doble: unos cometen un fraude y los otros no tienen más remedio que callarse

Alberto García Reyes

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En el pandemónium de los eruditos simulados que nos representan revolotea el racimo de uvas del Lazarillo de Tormes. Los tahúres de los másteres homenajean a Lázaro en su encuentro con el ciego. Ambos pícaros pactaron comerse el manojo por turnos, una uva tú y otra yo, hasta terminar con las existencias sin que ninguno de los dos obtuviera beneficio sobre el otro. Pero el invidente comenzó a comer de dos en dos. Y a pesar de su trampa, al acabar la manduca, se dirigió a Lázaro con enojo: «Engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas de tres en tres». El pícaro lo negó, por supuesto, y le preguntó que por qué sospechaba eso, a lo que el ciego respondió: «¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y tú callabas».

El que no haya comido alguna vez más uvas que su compañero, que tire la primera piedra. Ya se sabe que es imposible hacer reproches con la boca llena. Por eso cuando Rufián le preguntó a Aznar el otro día que si tenía vergüenza estaba hablando consigo mismo. Porque casi todos los que han convertido la política en su profesión encogen los glúteos cuando arremeten contra su contrario. Dan, pero no mucho. No vaya a ser que el golpe parta sus huesos antes que los del rival. La vergüenza, al fin y al cabo, es hoy un atributo alegal, como la omertá, y hablar de ella es un arcaísmo. ¿Para qué sirve la vergüenza en la selva? Los doctores de corta y pega plagian el 20 por ciento de sus tesis con la tranquilidad de que los que tienen que fiscalizarlos han plagiado el 30. Las consecuencias de la política sin vida laboral previa son así de nefastas. Todos cojean del mismo pie y son protagonistas de una aberración genial: los únicos que pueden estar relajados en este arrastre son los que desde el principio admitieron que eran inútiles. Los que han querido jugar a ser imbéciles están todos muertos de miedo, quemando sus diplomas falsos y corrigiendo sus biografías oficiales para que no los pillen en un renuncio.

Todo esto nos ha demostrado que la ansiedad es el gran defecto de España. Nadie se conforma con lo que es incluso habiendo conseguido ser mucho más de lo merecido. Hemos creado un sistema en el que medrar sin vergüenza está bien visto, defraudar es de listos, hacer trampas es lo normal y carecer de educación es divertido. Todos queremos ser mejores que el de al lado a toda costa y comer más uvas en nuestro turno pensando que los demás son tontos. Pero con el truco de la inflación de títulos académicos hemos entrado en un terreno peligroso. ¿A quién le importa lo que haya estudiado Rufián, si aprobar una carrera no te exime de ser un gilí? El problema es que, puestos a comer uvas por tandas, nuestros políticos siempre están más pendientes de la cantidad que de la calidad. Son mucho más anchos que hondos. Por eso tienen que callarse. Porque, como dice el maestro Curro Romero, «lo más difícil del mundo es comer despacio cuando se tiene hambre».

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