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Lentes y ruedas

En la lejanía está la magia vestida. Y la magia pierde mucho si la desnudamos acercándola demasiado

Un anciano observa con unos prismáticos el estado de un edificio quemado en Madrid CHEMA BARROSO
Antonio García Barbeito

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El abuelo, agente comercial, recibía una revista de artículos para comprar, un catálogo de útiles y curiosidades, que estuvo llegando a la casa incluso después de muerto el abuelo. Quizá aquella revista se llamaba Nave. Venían fotografiados muchísimos artículos, escopetas de caza, relojes, radios… Recuerdas, sobre todo, dos artículos que te llamaron la atención apenas los viste: una pluma estilográfica y unos anteojos. La pluma estilográfica tenía un empaque que no tenían el palillero y el plumín que llevabas a la escuela, aunque la gracia de la pluma que usabas era mayor que la de aquella estilográfica; los anteojos eran otra cosa. Conocías el cristal de aumento de algunas gafas rotas o desechadas, hallado en algún sitio, y conocías la lupa que un día un niño llevó a la reunión del juego como si acabara de descubrir —y así era— otra forma de conseguir fuego. Con aquella lupa encendiste pastos, quemaste trapos, mataste algún insecto y aun le hiciste alguna faena a cualquier amigo, acercándole la lupa y recogiendo en su carne, sin que lo viera, el punto de sol que se convertía en clavo de fuego. Pero los anteojos eran otra cosa. Según las imágenes que ofrecía la revista, un hombre que miraba una montaña lejana conseguía acercarla tanto a sus ojos como si la tuviera delante. Y alcanzar la lejanía era uno de tus sueños. Y aquellos anteojos podían conseguirte ese sueño. Pero a ver de dónde sacabas para comprarlos. Imposible. Había que seguir imaginando cómo era lo inalcanzable, sólo por lo que se columbraba desde la gran distancia. ¿Cómo sería aquel cortijo lejano? ¿Cómo serían, de cerca, los azulejos del remate de la torre de la iglesia? ¿Qué llevaba escrito aquel avión que volaba tan alto?

Los primeros prismáticos, prestados, te llegaron más o menos cuando te llegaron las primeras ruedas, y anteojos y coche empezaron a acercarte las distancias, y ya supiste cómo era aquel cortijo, cómo los azulejos de la torre, qué había escrito en los aviones que sobrevolaban la tribu… Descubriste montañas cuasi inaccesibles, aves de vuelo alto, ciudades lejanas, detalles. La distancia empezó a ser cercanía, atraídas hacia ti por las lentes de aumento o alcanzadas por las ruedas. Y la lejanía empezó a dejar de tener tantos misterios; mirabas un lejano edificio y sabías si eran oficinas o viviendas; un árbol, y sabías qué árbol era. O ibas a buscar las cosas. Hoy, salvo excepciones, prefieres navegar por la tinta de la pluma y adentrarte en el misterio de la lejanía de las cosas. Porque, muchas veces, en la lejanía está la magia vestida. Y la magia pierde mucho si la desnudamos acercándola demasiado.

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