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Lo mejor de la vida

El amor romántico, cuando es correspondido, es la alegría de la vida, y quien lo disfruta se siente la persona más afortunada del mundo

Miguel Ángel Robles

Es el diario escondido de cuando eras adolescente, el ramillete de cartas apasionadas cuya relectura te causaría hoy un rubor indescriptible, la hipérbole del sentimiento y la desmesura del lenguaje, el gran animador de todas las conversaciones, el aliciente para levantarte ilusionado, lo que casi todo el mundo busca aunque no lo reconozca, el propósito en la vida para la inmensa mayoría de las personas y el mejor compañero de ese largo viaje que es la vida, porque ofrece consuelo para las frustraciones y acompañamiento en las alegrías, de modo que, cuando lo tienes, puedes prescindir de casi todo lo demás y, cuando no lo tienes, casi todo te sobra.

Es de lo que hablan casi todas las canciones, la melodía que escuchabas una y otra vez, y la que inmediatamente te devuelve después de muchos años a ese momento que aún te eriza la piel cuando lo recuerdas, es una caricia furtiva que se produjo antes de que fuerais más lejos, y la primera vez que fuisteis muy lejos, o la última, o la de aquel viaje a Lisboa que ya ha adquirido para ti la categoría de mito, y, por más que ahora nos vendan la moto del sexo sin afecto, es el mejor preludio del erotismo y su mejor continuación porque es el que permite una mayor intimidad y conocimiento, y porque es además el más aspiracional, el que supone un cortejo que puede llegar a durar toda una vida.

Es el argumento preferido de Hollywood, o lo fue durante muchos años, antes de que el trabajo se convirtiera en la gran narrativa del cine y de casi todo lo demás, y es por ello algunas de las mejores películas de tu historia, «Casablanca», «Desayuno con Diamantes», «Cuando Harry encontró a Sally», y también algunas de las peores, como «Notting Hill», pero que te gustan igualmente, es cerrar los ojos con «She», de Elvis Costello, a todo volumen en el Spotify, y es la Literatura con mayúsculas, la que encontrabas en tus primeras lecturas de joven-adulto, «La Regenta», «Orgullo y Prejuicio», «Madame Bovary», y la que acabas de encontrar en el último libro que le has leído a Vargas Llosa, en el que Ricardito le susurra a la niña mala huachaferías al oído. Es la fabulación y la realidad más fabulosa, de modo que, si tu vida fuera a ser filmada o novelada, sería su trama principal, la única que probablemente merecería la pena.

Es, de hecho, lo que nos saca de la mediocridad a la inmensa mayoría de mortales, lo que nos hace más interesantes, y lo más interesante de nuestras vidas, que no, no es lo que hacemos trabajando, no es lo que inventamos ni lo que emprendemos, no, eso vuelve a ser otra moto. Lo mejor de nuestras vidas, lo que nos eleva, lo más excepcional y lo que nos hace más excepcionales, procede de ese sentimiento que es el fulgor de la vida y sus burbujas, y la ilusión de vivir para la inmensa mayoría de nosotros… No, no digo que no se pueda vivir sin él, pero con él se vive mucho mejor y por eso nadie que lo tiene renuncia a él y nadie que no lo tiene se cierra a tenerlo aunque diga lo contrario. Tal es su omnipresencia, que está ahí incluso cuando falta, y es una falacia que esté sobrevalorado, una mentira piadosa de la que se participa por autoengaño o por empatía con el que no lo disfruta, pero, a qué negarlo, con él todo es mejor: salir de casa y volver a ella.

Tiene fama de fugaz, y en efecto puede apagarse. La neurociencia, que rima con pseudociencia y a veces parece confundirse con ella, asegura que se apaga, pero yo he visto numerosos casos que lo desmienten. Está en la primera caricia de dos que empiezan a conocerse, y también en las manos entrelazadas de quienes llevan juntos toda la vida. Es frágil, por supuesto, pero eso no quiere decir que no pueda durar, simplemente que hay que cuidarlo, y precisamente en esa fragilidad reside su mayor grandeza, que no es la posesión, sino la aspiración, es un vínculo que solo puede llegar a ser indisoluble desde la absoluta certeza de que en cualquier momento se rompe, de que es vulnerable e incierto, y tienes que hacer todo lo posible por merecerlo y aún así quizás lo pierdas. Llevan razón quienes dicen que no es realista: no lo es ni tiene que serlo, porque solo desde la idealización cumple su efecto balsámico y enaltecedor. Es un deseo nunca del todo satisfecho, un sueño que nunca deja de soñarse, e implica renuncias, claro que sí, como cualquier acto generoso en la vida, pero son renuncias voluntariamente aceptadas y vividas con una libertad plena.

El amor romántico, que es a lo que vengo refiriéndome, es probablemente lo mejor de la vida, y resulta de una hipocresía lacerante que, en la sociedad ebria de emociones, haya empezado a cobrar fuerza un discurso (cada vez más hegemónico) que proscribe este sentimiento, asimilándolo a desigualdad, a opresión, a dominación e incluso a violencia (de género). Cuando lo que promueve la violencia, el abuso y el sometimiento no es la cultura del amor romántico, sino su opuesta: la del egoísmo desaforado, la anulación de la espera, la liberación del instinto y la satisfacción inmediata del deseo. El que ama románticamente no se aprovecha nunca de la persona amada, porque lo que quiere es llevarla en volandas y evitarle cualquier clase de sufrimiento. El amor romántico, cuando es correspondido, es la alegría de la vida, y quien lo disfruta se siente la persona más afortunada del mundo, aun cuando no sea demasiado afortunada en todo lo demás.

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