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La mujer muerta

En Ceuta hay una montaña que simboliza todo lo que ocurre a ambos lados de la valla

Alberto García Reyes

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Perfilada en la roca, con el busto salobre, la mujer duerme sola con el mar a sus pies. El taró del Levante es la sábana blanca que le cubre su cuerpo cuando rugen las olas contra el viento del Este. Y en el agua enlutada y abisal del Estrecho se le mueren sus hijos, bajo lápidas gélidas de amargura y de sal, cuando van, sin patrón, en las barcas heridas del Atlántico airado a un vulgar paraíso donde todo es mentira. En la orilla africana se amortajan los montes y la Musa del Hércules que rompió el mundo en dos siluetea la muerte en la cima dormida. En el límite exacto del averno y Europa, la montaña agoniza anunciando el final de la cruel travesía.

Está junto a Benzú, una aldea española con mezquita. Ahí ha esculpido la naturaleza un enorme símbolo de piedra que se divisa desde cualquier parte del Estrecho: una mujer velada por las gaviotas. En los días claros de Poniente, cuando las pateras se lanzan a la trampa de los dos mares, que no suelen mostrar en las olas la ira de sus corrientes combativas, esa estatua tallada por el tiempo sobre la frontera entre España y Marruecos avisa del peligro. Lo más sencillo es morir. A pesar de que Tarifa y Alcazarseguir se rozan, se pueden mirar a los ojos, entre ellas hay un abismo físico y otro cultural. Por eso el Tarajal no es un problema fácil. Porque las moscas no pasan nunca la aduana. Su paraíso es aquel.

Al otro lado de la valla de Ceuta hay un pequeño pueblo que se llama Castillejos. Allí no se vive. Se sobrevive. Un bonito vale dos euros, pero ellos no tienen ninguno. Su única «industria» es la falsificación. En una de las ciénagas del mundo, la gente vive de Messi, su salvador. Venden su camiseta a turistas que regatean mejor que el argentino. Qué paradoja: un emigrante rico da de comer a los emigrantes pobres. Todo depende del lado en el que estés. Y esa es la cruda miseria que no quieren entender los que hablan sin haber pisado el terreno: la valla no divide a las personas, sino a las culturas. Quienes la saltan a machetazos son los verdaderos culpables de la alambrada. Los malos de este drama están allí, con las moscas, no aquí.

En Santo Toribio de Liébana, al alzar el fragmento de madero de la Cruz verdadera de Cristo que llevó hasta allí en el siglo VIII el santo de Astorga, el fraile franciscano que porta la reliquia, un vasco llamado Jon, dice: «Les ruego que dejen unas monedas en el cepillo para nuestros hermanos que naufragan cada día en el Estrecho en busca de una vida mejor». El escalofrío de esas criaturas atraviesa toda España, desde Trafalgar al Cantábrico, porque los españoles somos gente noble. Ayudamos. Pero no engañamos con falsas promesas a quienes llaman a nuestra puerta. Damos más de lo que podemos. Y quienes nos reprochan lo que no somos son precisamente los que no dan aquí y, además, flirtean con los gobiernos de allí. Esos nuevos jipis suelen hacerse fotos en el ferry con el Yebel Musa a sus espaldas, camino de los tambores de Ketama, sin haber entendido lo que simboliza ese monte al que los lugareños llaman la Mujer Muerta: morir en la orilla de sus hermanos es mejor que malvivir en el infierno de sus padres.

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