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LA TRIBU

Niños

Aprenderá oraciones en su escuela, su casa o la hermandad, pero la acción ya la ha aprendido en la calle

Niños viendo pasar la Hermandad de San Gonzalo José Luis Ortega
Antonio García Barbeito

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La belleza, es la belleza. La gran seducción es lo bello, lo que consideras perfección, lo que todos tienen por tal. Y también aquello que, de tanto verlo, saca las lágrimas, emociones calladas, sentimientos que a veces sorprenden al emocionado, porque en el justo instante que nunca se sabe cuál es, suena una música, la misma música de aquel día; o suena una voz de capataz, del mismo capataz, y sus cariñosas órdenes lo ponen todo de pie; o hay una luz en el aire delante del paso, o un color en el cielo alto, y la vida se repite en sus manifestaciones más tiernas y más profundas. Y la fe, claro. Y la devoción. Y la penitencia. Y el convencimiento de que todo es posible gracias a la luz interior que cree en todo cuanto en la calle se representa. Pero la belleza aquí hay que escribirla con mayúscula, Belleza, y es un credo, una fe, una religión. Una gloria. Una locura.

La calle es un catecismo escrito por la gente que lo lee de carrerilla en cada gesto, en cada movimiento, en cada palabra, en cada mirada. Y ese catecismo lo va leyendo, sin saberlo, el niño, y por ahí va jugando a ser, va aprendiendo a ser. Has observado a varios niños que iban con sus padres o estaban sentados cerca de ellos, y todos estaban ya leyendo con sus gestos el gran catecismo de la Belleza, de la tradición, del respeto, del saber estar, del creer o del creer que se cree. Uno de los niños, cuatro años acaso, está viendo pasar una cofradía y justo por delante de él, por donde han pasado nazarenos y pasos, pasa ahora una banda de música, y el niño, con una rapidez de rayo, en pie sobre el asiento de la silla, ve cómo pasan, rápidos, los músicos: mucho más rápidas son sus manos, mucho más rápidos son sus gestos: el niño mueve los brazos como si tuviera en cada mano una baqueta y golpea en el aire como si fuera la caja que está pasando por su vera; y pasa el tambor con la porra y el niño ha convertido la caja en tambor y la baqueta en porra, y sus movimientos son otros. Ese niño aprenderá oraciones en el interior de su escuela, su casa o la hermandad, pero la acción ya la ha aprendido en la calle, y sabrá de compás y de sonidos tanto como de rezos. Otro niño observa a un nazareno y, moviendo las manos por su rostro, le copia al nazareno todos sus gestos. Y así, con las voces del capataz, con las palmas o los vivas de las gentes. El niño está recolectando Belleza, luces, olores, sonidos, voces. Más tarde, irá echándose dentro —o no— fe, devoción, penitencia, seriedad tradicional, pero el fruto más a mano ya lo tiene, ya lo ha probado: la Belleza. Y la Belleza, para ese niño, es el evangelio.

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