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El pregón de las chicharras

Me he acordado de todos vosotros, pregones de mi infancia, cuando he escuchado el campero pregón de las chicharras

Antonio Burgos

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Vivimos en la ciudad sin pregones. Todo lo más, mecanizado, grabado de casé, llega al barrio el mañanero camión del tapicero, con su cantinela que suena a milonga antigua en placa de 78 revoluciones por minuto cantada por Angelillo, como el pregón de sus boquerones de plata: «Ha llegado a esta ciudad el camión del tapicero». Pero ya no se oye ningún pregón vivo. Ni siquiera el musical pregón del afilador de la amotillo, con su casi pastoril zampoña.

Mi infancia son recuerdos de los pregones de Sevilla. De los pregones de la siesta de Sevilla. Los pregones eran las humanas campanadas del reloj que te iba dando las horas y los cuartos de la siesta. Primero pasaba el vendedor de búcaros, con su burro y sus angarillas cargadas de barros rojos de La Rambla, de blancos y romanos barros de Lebrija:

-¡Búcaros finos!

En el habla de pueblo del tío del pregón, no sonaba así su soñoliento anuncio. Lo que entendíamos era:

-¡Busca a Rufino!

Y siempre había una criada picardeada y sinvergonzona, que respondía zumbona a la fingida orden de busca que publicaba el tío de los búcaros:

-¡Busca tú a Rufino con los cuernos, cabrón, que no vas a dejar que mis niños se duerman la siesta!

Luego venía el pregón de las magnolias. El tío de las magnolias pasaba siempre borracho por la calle Bayona, muy ligero, a favor de querencia, camino del alpiste en Casa Morales. Y su pregón era con una melodía tan bella y tan hermosa que la tengo perdida en la memoria como la miniatura de un cuplé de La Piquer con tatuajes y embarcados que sonara por la radio de cretona.

Y el pregón del tío de las arvellanas cordobesas: «¡Arvellanas cordobesas, qué ricas y que buenas!» Y aquel estrambote, aquella media verónica, aquel remate por seguiriyas de la saeta del pregón: «Una gorda ví a dá un vagón, una gorda ví a dá un vagón...»

Y pasaba el tío del mantillo para las macetas, con su casi funeral pregón, como un lamento: «Mantiiiiiiiiiillo pá las macetas».

Y en casa de mi abuela, el pregón del tío del carrito donde llevaba una mercería ambulante: «¡Bobinas de tós los colores, cortes de cintas baratos!»

Y el que vendía los galápagos, que llevaba en una red. Si lo cogieran ahora, con lo protegidos que están, no le iba a liar ná Medio Ambiente: «¡El bichito con la casita a cuestas!»

Hasta que llegaban los niños de los jazmines, con sus bateas metálicas y sus moñas, que eran como el apresurado reloj de la tarde que marcaba la hora en que ya empezaba a pasar el municipal camión de riego refrescando la Avenida con una parábola de espuma de agua a cada lado de sus guardabarros. El pregón de los niños de los jazmines significaba que pronto empezarían a sonar las campanas del atardecer, con la flama en la piedra de la Catedral:

-¡Los jazmines, niña, qué bien huelen los jazmines!

¿Por qué casi toda la ronda de los pregones venía a la hora de la siesta? Quizá porque, como en la otra ronda, la de armas a la funerala del Jueves Santo, la ciudad estaba sosegada y en calma, sin ruidos de tranvías ni de llantas de carros sobre los adoquines, y se oía su mensaje como en el designio de un romance antiguo: «Yo no digo mi pregón sino a quien conmigo va, en esta serena calma del silencio de la siesta».

Me he acordado de todos vosotros, de golpe, queridos pregones de mi infancia, cuando me he levantado de la siesta, he abierto el balcón y no me ha entrado la calina de la flama de la Catedral, sino un sonido que os evoca. El campero pregón de las chicharras. ¿Qué poeta del campo andaluz se trajo a la ciudad el sonido de estas chicharras de la siesta, tan de regajo y alberca, tan de barbecho y cosechadora, de tan de sombrero de palma, tan de azadón marca La Bellota? Gracias, ignotas y corales chicharras de la siesta de Sevilla. Quizá nadie os ha agradecido hasta ahora vuestro sonido antiguo, de siempre, de calor y soñarrera. Si lo hago hoy es porque, de golpe, con el bajo continuo de vuestra banda sonora de la calor, vuestro pregón me ha traído la evocación de todos, ay, los de las siestas de mi infancia.

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