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Semántica

El problema de Delgado es que le grabaron en Castilla, donde las palabras solo significan una cosa, y no en Sevilla

Manuel Contreras

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Si la ministra de Justicia hubiese almorzado con Villarejo, Garzón y sus secuaces en Sevilla, en uno de esos reservados a los que tan aficionados son los políticos autóctonos, quizás a estas horas tendría alguna posibilidad de seguir en el Gobierno. Pero Dolores Delgado -Lola, como le llaman los comensales en la cita maldita- almorzó en Madrid, y allí el castellano es como el clima: seco, elemental, sin matices. En la meseta cuando a alguien se le llama «maricón» se sabe perfectamente a lo que se refiere. Los regates desesperados de la ministra sosteniendo que no se refería a su compañero Grande-Marlaska y que no pretendía insultarle se antojan como las súplicas del reo al pie del cadalso. El «maricón» madrileño de Delgado -al igual que el de Arcadi Espada a Rufián, que también ha resonado esta semana- es un insulto zafio, desprovisto en su tosquedad de cualquier atenuante.

Si la grabación se hubiera producido en Sevilla la cuestión sería diferente. Mucho más compleja, porque en esta tierra la semántica de la homosexualidad es tremendamente sutil. Para empezar, sería necesario un estudio fonético porque en sevillano, como en chino, una misma palabra tiene significados diferentes en función de su pronunciación. Si se pronuncia «maricón», con acento contundente, no hay dudas sobre la naturaleza agresiva del insulto. Pero si se prolonga la o, diluyendo la sílaba tónica, el término pierde rotundidad y deja de ser insulto para convertirse en interjección apelativa. Delgado podría haber argumentado que estaba saludando a alguien ajeno a la conversación («le dije ‘maricoooon’ mientras le saludaba con la mano»); no es el lenguaje más apropiado para una ministra de Justicia, pero en cualquier caso la conversación con Villarejo y Garzón no estaba siendo precisamente digna de la Academia de Buenas Letras.

También podría haber alegado que no dijo «maricón», sino «maricona», lo cual cambia sustancialmente el sentido. En Sevilla un maricón, una maricona y un mariquita son tres cosas diferentes. Sólo la primera palabra es claramente insultante, una acusación homófoba que imputa asimismo maldad. Si la ministra hubiese dicho «maricona» la cosa cambia, porque el término es más suave y no alude necesariamente a la homosexualidad, sino que se puede referir a una persona con comportamiento timorato o erróneo: aquí expresiones como «no seas maricona» se intercambian a diario entre amigos sin que nadie se sienta ofendido. Por último, si hubiera calificado a Grande-Marlaska de mariquita, podría sostener incluso que se trataba de un término cariñoso. En Sevilla, el mariquita es un personaje incorporado con naturalidad a la sociología urbana, y de hecho son numerosos los mariquitas convertidos en personajes célebres (varios de ellos evocados por Félix Machuca en su delicioso Reloj de arena). Pero a la ministra la grabaron en Castilla, donde las palabras sólo significan una cosa. Y allí maricón rima inevitablemente con dimisión.

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