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Tiempo sin relojes

Un fantasma recorre el subconsciente de Europa: alargar el tiempo de ocio, la luz de las tardes diseñadas para disfrutar de la vida

Francisco Robles

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Reloj, no marques las horas… He aquí el drama del ser humano, la tragedia que une a mujeres y hombres de cualquier época, de cualquier tiempo ganado o perdido, buscado o rebuscado en la prosa líquida de Proust o en la boutade amarga de Ramón Gómez de la Serna: envejece el dedo, no la sortija. Eso es simple como un anillo, que diría Neruda. Y claro como una lámpara, la misma que alumbra los tempranos anocheceres del invierno y que permanece apagada, como la inteligencia, cuando el verano estira el chicle de la luz en unos horarios tan absurdos como imposibles. Un viajero lo dijo con precisión meridiana de Greenwich, que es el nuestro aunque no lo parezca: los españoles mienten cuando dicen las seis de la mañana porque es de noche, o cuando hablan de las nueve de la noche cuando aún es de día.

El reloj es una mentira, y el tiempo es la verdad. Ahí está el verdadero debate, y no en el suscitado por el euroburócrata que tiene nombre de avión o de termo de agua caliente. Juncker no puede cambiar el curso del tiempo ni el compás de las horas, que son los nombres numéricos que le damos a los trocitos de tiempo que nos llevamos a la boca. Es metafísicamente imposible cambiar ese fluido constante que obsesionaba a Heráclito y a los poetas barrocos, a los pintores que quisieron detenerlo en el fósil del lienzo, a los escultores que pretendían reducirlo a la ceniza del mármol, de la arcilla del Génesis, del calor sagrado que desprende la madera con su olor a cedro.

El hombre del siglo XXI, heredero de Nietzsche en sus aspectos más patéticos, quiere prolongar el verano hasta los límites del solsticio de invierno. El ocio sacralizado hasta el extremo de las vacaciones continuas, incesantes. Tardes largas por decreto y mañanas tardías para levantarse al alba cuando los relojes marcan las nueve. Lo decían en el campo andaluz cuando el cinismo entraba a espuertas en las gañanías. La clave de la revolución no es repartir la riqueza, sino cambiarla de manos. Quítate tú, que me pongo yo. No querían acabar con el señoritismo, sino cambiarle los apellidos al señorito y ponerle los que uno llevaba en el libro de familia. Pues ahora pasa lo mismo. Un fantasma recorre el subconsciente de Europa: alargar el tiempo de ocio, la luz de las tardes diseñadas para disfrutar de la vida. Lo cual no es bueno ni malo, sino sencillamente imposible. Porque el tiempo es una sábana corta que te descubre la cabeza o que te deja los pies helados. Tú eliges.

Los más irreductibles ya andan diciendo que el cambio de hora nos lo trajo Franco, y que por eso hay que terminar con él. Pues nada, a llenar de tierra los pantanos se ha dicho. Todo el mundo a ducharse con agua mineral, con gas o sin gas. El tiempo es el que nos deja, literalmente caídos, en el valle de la muerte. Y Franco no tiene nada que ver con eso. Ni con los lazos amarillos que nos retrotraen en tiempos felizmente pasados, o eso creíamos. Tiempo de guetos donde se encerraba al que no quería colaborar con el poder que se excedía hasta llegar a las mentes y los hogares.

Todas hieren, la última mata. El lema del viejo reloj suizo le sirvió a Cela para ilustrar su discurso del Nobel. Así son las horas que nos empeñamos en domesticar mientras el tiempo, incansable en su esencia sin materia, se dedica a matarnos para entretenerse.

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