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Tolvaneras

El verano era entonces la cercanía del hombre —y del niño— con todo lo que ocurría en la intemperie

Quema de rastrojos en el campo ABC
Antonio García Barbeito

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Remolinos. El verano se llenaba de remolinos pajizos, de tolvaneras, que se movían por los rastrojos, por las veras de la era o por el camino como súbitos fantasmas de polvo y pasto. Remolinos. Tolvaneras. Encuentro del aire caliente con el aire frío y columnata estival que parecía empeñada en sostener el despejado cielo de julio. Las tolvaneras iban recogiendo, como un sinfín vertical, polvo, pasto, algunos papeles que hubiera, y, como mezclado todo por una túrmix, danzaban en el llano con una gracia ambulante, cada vez más grande su rollizo cuerpo. Algunos chiquillos, los más atrevidos, cuando veían un remolino, corrían hasta su vera con un manojo de pasto en la mano y lo echaban en el vórtice, para verlo subir, en un espiral correo urgente, hasta lo más alto, donde se perdía, como pájaro desplumado, cuando la tolvanera se apagaba como una columna de sueños débiles.

El verano era entonces la cercanía del hombre —y del niño— con todo lo que ocurría en la intemperie; por eso conocían tan bien todo cuanto ocurría, que si una carreta cargada de paja que volcaba en un camino; que si un nido que hallaban, con los pajarillos boqueando, hambrientos, con boqueras amarillas, a la espera del gusanillo o el grano que llegara en el pico de la madre; que si las polvaredas que levantaban las piaras de cabras o de vacas; o la estampa de las mujeres que iban a descamisar el maíz; o los chiquillos, inquietos, que habían pasado la mañana pidiéndole cerote a un zapatero y elaborando engrudo para pegar las esquinas del pandero que tan buena pinta tenía, andaban ahora tratando de volarlo, con ayuda de otro, en los altos donde los vientos les facilitarían sueños aeronáuticos y bellísimos, aquella imagen irrepetible del cielo de las tardes del verano lleno de panderos que se elevaban sobre su cola con un imprudente sueño de cohete espacial. Los vientos del verano. Aquella conjunción de lo caliente y lo frío para conseguir lo que nos parecían maravillas. Las tolvaneras de julio, aunque sigan danzando por rastrojos y por llanos terrosos, caminos y aun olivares, están más en la memoria, desordenado peristilo del campo, como uno de los alicientes de las tardes infinitas tocadas del calor de la luz y de la serenidad del río. Cuando en la memoria del verano coinciden los vientos fríos y calientes, una tolvanera surge de súbito y en su remolino va acopiando polvo y pastos de recuerdos que, girando en una urgente danza, se elevan, se elevan, mientras la tolvanera avanza, hasta que, al rato, se paran los vientos y polvo y pasto caen al rastrojo de la memoria, ya sin forma, sin movimiento, sin alas…

antoniogbarbeito@gmail.com

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