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EL RECUADRO

Una trabajadora

Trabajó hasta pocas horas antes de su muerte. Cuando le dio aquel ataque al corazón, venía de terminar su jornada

«Sus manos no conocieron apenas descansos ni fiestas» MAYA BALANYA
Antonio Burgos

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En las largas vísperas de la Exposición Iberoamericana, como Sevilla ofrecía unas posibilidades de trabajo que en otros lugares de España no había, su familia se vino desde su Cuenca natal. Fue vecina de la Puerta Osario, en la calle Valle, y asistió sólo unos años al colegio de unas monjas, donde aprendió sus únicas primeras letras y sus escasos números. Aunque apenas tenía doce años, había que trabajar para ayudar a la familia. Y en la aguja y el hilo que había aprendido con las monjas encontró su trabajo, colocándose de aprendiza en el taller de sastrería del maestro Fernando Santos, cerca de la Plaza del Pan. Allí, con su hermana María, dos años más chica, pronto completó el aprendizaje, cosiendo chaquetas y chaqués a mano, puntada a puntada, o a máquina, costura a costura. Y se hizo oficiala de sastrería, contando con todo el aprecio de su sevillanísimo maestro. Y sus manos no conocieron apenas descansos ni fiestas, aun en los días en que la ciudad vivía la alegría de la Exposición.

Dejaron la casa de la calle Valle porque les dieron un piso protegido en una nueva barriada de la Avenida de Miraflores, el Retiro Obrero. En el tranvía de la Ronda iba todos los días a su trabajo, o, andando, cortando por la calle Sol, Enladrillada y San Pedro hasta salir al taller cerca de La Pescadería. Allí conoció a un joven oficial de sastrería que trabajaba por su cuenta en su casa del barrio de la Feria y luego pasó al taller del maestro Santos. Antes había estado de aprendiz en los Almacenes del Duque, donde la primera tarea que le pusieron fue acompañar a los raros turistas extranjeros que llegaban con una guía de Sevilla en la mano y querían conocer los artesonados, patios y columnas de la vieja Casa de los Guzmanes donde el establecimiento vendía sus telas, tenía su sastrería propia y hasta sus dormitorios para los dependientes internos, casi todos hijos de tenderos de los pueblos que venían a aprender el oficio del mostrador.

Se enamoraron el oficial del barrio de la Feria y la costurerita del Retiro Obrero, y pidiendo el dinero prestado, abrieron taller propio de sastrería en la Avenida, en un bajo frente a la Catedral. Poco dura la dicha en la casa del pobre y el amor en las ilusiones de los que se abren camino con su trabajo, porque estalló la guerra y aquel oficial, ya maestro sastre con taller propio, fue movilizado y enviado al frente. Entonces ella, que no conocía más que el trabajo, se hizo cargo del taller y como no había clientes apenas, todos en la guerra, buscó trabajo cosiendo capotes para el Tercio, mientras recibía cartas con el remite de una estafeta militar desde un lejano frente. Terminó la guerra, volvió del frente aquel novio sastre, y al poco se casaron en la iglesia de La Trinidad, pues en el Retiro Obrero sólo había una capilla. Fueron de viaje de novios a Zaragoza, a dar las gracias a la Pilarica de su nombre, y en Madrid visitaron una Ciudad Universitaria, donde aún estaban abiertas las trincheras con unos letreros que decían «Ellos» y «Nosotros».

Le nacieron una hija y un hijo, y no por eso dejó el trabajo en la sastrería. Hasta que, ya con los niños criados, pensó abrir un comercio propio, de otro ramo: una zapatería. Se lo había recomendado su amigo comerciante Manolo Carreras: «Pon una zapatería para niños, no de señoras ni de caballeros, porque como les crece el pie, siempre se les quedan los zapatos chicos». Así hizo y allí, con la ayuda de algunos amigos, abrió su comercio de chicarrería. Y le nació una segunda hija, sin dejar durante el embarazo el mostrador, conciliando lactancia y trabajo. No tuvo ni veraneos ni fiestas. Mandaba a sus hijos a la playa o a la sierra con su hermana y ella se quedaba trabajando en Sevilla, de Rodríguez en versión femenina. No supo hacer otra cosa que trabajar toda su vida. La Virgen de los Reyes, su vecina, premió con prosperidad su tesón y esfuerzo, de sacar adelante y al mismo tiempo unas zapaterías, pues luego abrió dos más, y una familia. Trabajó hasta pocas horas antes de su muerte. Cuando le dio aquel ataque al corazón que se la llevó a los 75 años, venía de terminar su jornada y de cerrar su zapatería, en plena época de veraneo de muchos. Si conozco tan bien la historia de aquella mujer trabajadora es porque era mi madre.

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