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CARDO MÁXIMO

Transición

Sólo sobrevive la imagen que nos hemos fabricado de esa época en que la Semana Santa se jugó su esencia

Manuel Jsús Roldán presentando «La Semana Santa de la Transición» M. J. RODRÍGUEZ RECHI
Javier Rubio

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Nada de lo que se ve en esa fotografía existe ya como no sea en la memoria de sus protagonistas. Manuel Jesús Roldán incluye esa instantánea de Martín Cartaya en su libro «La Semana Santa de la Transición» (El Paseo), que retrata aquellos años apasionantes hasta 1982. La imagen es de 1975: la Virgen de la Piedad de la Mortaja atraviesa una plaza del Pan que se adivina somnolienta el Domingo de Resurrección por la mañana en unas diminutas andas que transportan cuatro hombres seguidos de un minicortejo de mujeres con cirios encendidos; puede que sólo dieciocho —aunque la perspectiva de la fotografía puede jugar una mala pasada— tras el pasito. Ni los adoquines, ni los taxis Seat 1500 negros con la franja lateral amarilla ni los comercios —la platería Álvarez como excepción— han sobrevivido al paso del tiempo.

Sólo sobrevive la imagen que nosotros mismos nos hemos fabricado de aquella época en que la Semana Santa se jugó su esencia y su existencia. Pero quizá el autor debiera haber adelantado el comienzo de esa transición de formas y costumbres no al año 1973 sino a 1965, el año en que acabó el Concilio Vaticano II, cuyo impacto en el catolicismo tradicional está en el origen de la crisis, cierta y objetiva, que atravesaron las cofradías. Ese acontecimiento, decisivo en la vida de la Iglesia, se trasladó como las ondas de un estanque hasta el último rincón de las cofradías y casi todo, con exclusión de las imágenes y su dedicación al culto, se puso en cuestión: las condiciones laborales de los costaleros, la relación con las órdenes religiosas, el gasto suntuario, los cambios litúrgicos, el papel de los laicos, la vulgarización (tómese en los dos sentidos) de la música... Está por escribir esa intrahistoria que Roldán hilvana en su libro pero no llega a pespuntear. Y cómo los poderes públicos descubrieron un filón del que extraer oro electoral.

En su descargo hay que decir que se trata de una tarea ciclópea, porque antes que nada deben desmontarse los clichés. En 1978 no había saludos fascistas en las misas y la Iglesia española había virado sustancialmente en su apoyo al dictador en los años previos, pero nada de eso importó para un reportaje televisivo que preguntaba dónde estábamos entonces. Por la apretada caricatura resumen desfiló Tarancón pero sin Iniesta ni Sebastián; Añoveros y la cárcel de Zamora nunca existieron y Pablo VI jamás pidió conmutar pena de muerte alguna. Con el chafarrinón basta.

El posconcilio y la Transición aniquilaron la cultura religiosa en cierta forma: un artista se permite anunciar la Natividad con un retrato del arcángel San Gabriel como si estuviéramos a punto de celebrar la fiesta de la Encarnación. Qué más da. Nada de lo que se ve en la foto de la Mortaja existe ya. Tampoco, y es lo más triste, lo que no se ve.

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