ARTE
La Semana Santa de Antonio Gracia
Del blanco al negro, una exposición de su obra en el espacio Santa Clara de Morón.

La Alameda era una alameda. Llena de putas tristes y de alberos sucios. Se caía la Casa de las Sirenas y los bares ofrecían el lema del año 82 como una banderola de orgullo, un lugar donde jugar al futbolín y donde emular los partidos de un fútbol sin piernas depiladas ni tatuajes. Muñecos pintados a mano y a cinco duros la partida. Hércules y Julio César eran Hércules, sin relojes emuladores. Y en Amor de Dios un cine X, con sesión doble y títulos impublicables , hacía la competencia a un instituto. El olor de su ambientador llegaba a las puertas del centro de más prestigio, el san Isidoro, el instituto público más antiguo, de apariencia franquista vanguardista en su fachada y de azulejos interiores que recordaban sus alumnos ilustres. Corrían los ochenta, a la velocidad de entonces, y un profesor enjuto, con pelo de solista tecnopop de la época, impartía docencia. Enseñaba a pintar y a ver. Era seco y enjuto, profundo y sugerente, misterioso y cercano. Se llamaba Antonio Gracia y transmitió el Arte de la Pintura a toda una generación de litroneros de Plaza de san Andrés, de vecinos de Angostillo y de asiduos a las tiendas de discos usados del barrio de las funerarias y las prostitutas.

Antonio Gracia era la modernidad y la tradición, que tanto monta, monta tanto. Con su estética de grupo británico de los que sonaban en Sevilla Récords o el cercano Fun Club , enseñaba a amar a Picasso , a estilizar la vida como Valentín el Deshuesado bailando en un cartel de Toulusse Lautrec, a descomponer la Alameda en viñetas de cómics, cuando los cómics eran de verdad y se compraban en el kiosco el Zona 84 o el Creepy , y si no era posible, en algún rinconcillo del Jueves. Y enseñaba a sus alumnos a ver la Semana Santa. Él, que iba de negro riguroso, transmitía a sus alumnos que la luz era un paso de palio, fuente que emana y que difunde, y que el sol se funde con una bambalina , y que el movimiento se demuestra andando y que la felicidad se esconde en la cara de una mujer que es una niña que llora, pero que ríe, no digáis los nombres que los nombres se olvidan. Era la Semana Santa de los ochenta, con la lucha de los pantalones de campana y las estrecheces bajo los pasos, y era la lucha de un pintor que sabía ver la tradición desde la modernidad, cuando no había la impostura y la sobreactuación de tiempos futuros.

Antonio Gracia no era un impostor. En su autorretrato recuerda a aquellos románticos que se representaban mirando al espejo. Entonces no había cámaras. En los ochenta muy pocas. Por eso el gran pintor, que pasó un tiempo de oscuridad, no alcanzó el renombre que merecía.

Pero después de la tormenta y de los refugios, las cofradías vuelven a la calle. Con otros ritmos, pero más seguras y libres. Superadas las dificultades, Antonio Gracia ha vuelto, quizás más joven que nunca. El pintor nacido en Navarredonda , cerca del Saucejo, a medio camino entre su pueblo natal y el triángulo entre Feria, Correduría y la Alameda, expone en Morón una magna exposición de su obra, con el sugerente título de “Del blanco al negro”. Toda une metáfora de la vida. La que hay entre las paredes de esta magnífica sala donde se respira el aire franciscano. Su vida se mueve entre esas frágiles y estilizadas niñas que se funden entre yeserías contemporáneas, las flores que se deshacen en materia pictórica, las esculturas manieristas que se deforman en su elegancia y la Semana Santa que se hace una realidad mágica, un sueño de aquellos que sueñan viendo una realidad que dura una semana.


En su juventud madura, Antonio Gracia se recupera como pintor, colorista, vivo, sincero, creativo . Nunca necesitó los focos de la fama ni de las glorias efímeras que dan las actuales redes sociales. Por eso sigue siendo auténtico. A su manera, lejos del flash y de la sobreexposición. Del blanco al negro, como un muestrario de túnicas de nazareno. La Semana Santa auténtica todavía existe.



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