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EN CUARENTENA

Antonio

Una ajada fotografía en blanco y negro de su primera salida desde San Jacinto actúa de tónico. Orgullo y amor a su abuelo como reconstituyente infalible

El Señor de las Penas, ante la Capillita del Carmen Juan Flores
Eduardo Barba

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Las tardes empiezan a ser más largas junto al balcón. El Domingo de Ramos se acerca y la desazón aplasta otra vez la víspera de la primavera por no poder acompañar al Señor de las Penas en su camino a Sevilla. Han sido cincuenta años hasta la última vez que se pudo. Casi nada. A la mirada de lamento de Antonio, heredada de cuando la pandemia le encerró en casa hace doce meses, se han sumado las tribulaciones por los problemas de salud que han venido a añadir más aflicción a este tiempo de espera de quirófano y de larga retahíla de inconvenientes diarios. La marejada va ganando fuerza conforme avanza el reloj, pero cuando la nave parece naufragar al esconderse el sol por los edificios, el mensaje de un familiar asaltando su móvil para una consulta sobre tiempos pasados le lleva a su caja de recuerdos y de ahí a una ajada fotografía en blanco y negro que actúa de tónico. Orgullo y amor como reconstituyente infalible. 

La imagen vestido de nazareno y con el antifaz levantado al lado de su abuelo es del 69, cuando no era más que un niño que iba cumplir seis años y se disponía a realizar su primera estación de penitencia con la hermandad de La Estrella. El padre de su madre lo había inscrito en contra de lo esperado, pues en realidad era muy devoto de la Esperanza de Triana. Pero aquel corpulento sanluqueño en la Cava le iba a enseñar desde muy pronto algunas de las mejores lecciones de su vida. Las que sirven para reafirmarse en la diferencia, para no seguir la corriente, para atreverse, para hacer frente a la adversidad y para curtirse en circunstancias alejadas de la comodidad. Porque él mismo se había moldeado así. Desde muy joven le tocó ser el patriarca de sus hermanos tras perder a su madre a los ocho años y a su padre a los quince. Luego, ni la metralla de la Guerra Civil que lo mutiló hizo decaer su ánimo. De Flota a Pelay Correa, de Pureza al Tardón se fue forjando un valiente que quiso que ese chiquillo afrontara la vida como él, sin temores, por derecho. Antonio supo luego que su 'güelo' había acompañado a 'la Valiente' a la otra orilla en la conflictiva salida del 32 y que ese hito, ser la única corporación en atreverse a ir a la Catedral, le hizo rendirse al encanto de aquella insumisión y siete lustros más tarde incorporó a la hermandad a su nieto. La decisión del viejo teletipista le ha permitido acumular un sinfín de vivencias sin las que no sabría explicarse quién es a estas alturas. De las salidas desde la parroquia de San Jacinto al rodeo por Chapina sin asfaltar. De la mesa reservada en el Miami para esperar el paso de la Virgen a la placa del cincuentenario como hermano. Del abarrotado Postigo a los ojos de Inma en pleno ensayo de la coral. De la compañía de Juan durante el recorrido al orgullo de una madre al volver al arrabal. De la vibración del puente cuando avanzaba el misterio a las lágrimas de emoción de su padrino. Y una llama que es el farol de su cruz de guía y que le vuelve a levantar del sofá para mirar a través del ventanal con esperanza y recordar que tiene dos estrellas que le marcan la dirección: la que llora bajo palio cuando cruza el Altozano y la de quien le inculcó la fe, el espíritu rebelde y, sobre todo, la valentía. Valor que desde una instantánea de hace medio siglo le está transmitiendo Antonio Barba a su nieto para estos días oscuros. Venga de frente.

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